En un texto de varios meses atrás, me referí a una experiencia a través de la naturaleza, rumbo a la cima de un cerro después de pasar por un enorme tubo de desagüe, bajo la carretera, con la intención de aludir al significado del éxito, del ascenso a la cumbre. En aquella ocasión señalé con cierto énfasis la fuerza del impulso, la energía que emerge al tomar la iniciativa y el brío que se tiene cuando se busca consumar el objetivo, pasando por encima de obstáculos o la adversidad.
También preguntaba qué seguía entonces, cuál era la tarea inmediata posterior, en cuyo caso había que limpiar el desorden, reorganizarse, reformular las prioridades, y mimar el éxito conseguido. Por último, hice alusión a la necesidad de encontrar un buen modo de bajar de la cima, de regresar a lo propio. En ese entonces no reconocí cuál era la misión de bajarse de la cumbre. No pude ver qué necesidad había o qué meta podía formularse.
Hace unos días, regresé a la misma senda. Volví a atravesar el tubo enorme, como si me desafiara a mí mismo en el intento de pasar al otro extremo. Lo hice sin mayor problema. Se trataba ya de un camino conocido. Así que al llegar al otro lado no me concedí la posibilidad de regresar por donde había venido. ¿Cuál será la ganancia si lo hago así?, me pregunté. Así que fui por la estrecha cañada varias decenas de metros, mirando la pared desconocida, áspera, escarpada. Quería encontrar un sendero por donde subir.
Trepé por unas peñas pulidas por un arroyo de agua, agarrándome con las uñas de pequeños arbustos, de hierbas rastreras, apoyando los pies sobre arena suelta que hacía resbaladiza la ladera. Y sí, logré llegar a la cumbre. Sentí cómo me inundaba la satisfacción interna, y alcé los brazos hacia el cielo gritando un festivo “¡Sí!”. Recorrí entonces la escabrosa cima, con el viento en la cara. Me sentí complacido con el paisaje que tenía ante mí, alrededor de mí. Pude comprobar así que el éxito es atractivo, que constituye una experiencia paladeable, repetible, y que aporta al interior del hombre algo formidable.
Pasados los minutos de contemplación, pasada la euforia, hube de pensar en el regreso. Ese trozo de la montaña era de verdad agreste, y no me atrevía a volver por donde había subido, tanto porque no quería desandar el sendero como porque era un tajo brusco en la ladera. Además, porque la vía de ascenso no es la misma del descenso, en caso de que lo haya. Fue así que me pregunté por la razón de bajar de la cumbre. Como los cantiles eran muy rudos, no hallaba ningún camino de regreso, de tal suerte que una especie de ansiedad comenzó a hacerse presente: en efecto, estaba en la cumbre, era mi éxito, pero me encontraba solo, incomunicado, con ganas de pedir ayuda.
Acudió a mi mente una imagen nítida: la de mi familia. De repente comprendí que ese es el destino de lo que he llamado el descenso de la cumbre. No es tal descenso, es solo un movimiento. Y tiene que ver con la posibilidad de compartir lo logrado, de hacer partícipes a los seres que uno ama del esfuerzo invertido, de gozar en su compañía de la experiencia, quizá de esperar juntos los frutos. Sin embargo, el camino de regreso no se dejaba ver, aunque ya había recorrido a tramos varios trozos de ese peñasco huesudo. Por todo sitio el camino estaba cortado a tajos violentos.
Miré entonces en mi imagen interior a mi hijo, la cara de mis amigos, y me di cuenta de súbito que esa era otra razón, y muy buena, de emprender el regreso. En este caso, “regreso” significa ir hacia las personas de nuestra circunstancia, y aun a las que no conocemos, con el propósito de mostrarles un camino, de poner a su disposición la experiencia, tal vez ya sistematizada, de ir por un camino difícil en pos del éxito. Conducta notable, ésta, que existe en todos los caminos de desarrollo, y que en la capilla Sixtina quedó emblemáticamente representada por la mano de uno que sabe, extendida hacia uno que quiere saber. Naturalmente, hace falta cribar lo vivido, mirarlo con cuidado, detectar los procesos, armar la experiencia, probarla, y entonces tender la mano, lo cual constituye desde luego otra ganancia evidente.
Solo cuando hubo pasado esto por mi pensamiento, miré que en la orilla de un tajo estaba la carretera, y que la torrentera por donde se conducía el agua de lluvia era una buena opción. Como pude, pues su inclinación incrementa mucho la fuerza gravitacional, llegué a un altiplano de casi tres metros de altura, de paredes verticales. Mi perro se lanzó decidido y casi me precipita con su tirón. Por suerte, una corredora se ofreció a sostener la correa, mientras yo bajaba asiéndome de la malla, con lo cual corroboré que si bien se experimenta en solitario, el camino del éxito requiere mucho la contribución de otras personas.