
El final de la vida casi siempre es un proceso doloroso en el cual quizá la parte más difícil es la de asumir que se han perdido fuerzas, ante la inevitable muerte del cuerpo, la paz, la cultura, los gobiernos y en general de todo aquello que nos sostiene plenos de energía física o mental. Enfrentar temores por: la exclusión de la posibilidad de ser productivos —pues nos corrieron del trabajo, no nos aceptan en otro empleo o nuestras ganancias se pierden en medio de extorsiones criminales u oficiales—, el riesgo de perder un hijo —por secuestro, muerte violenta o de enfermedades de la modernidad— y a ver volar el patrimonio por devaluaciones, excesivas cargas impositivas etc. que logramos con el esfuerzo vital, es también una forma de agonía.
Afligidos en todo el mundo están: los progenitores que desconocen el destino de sus hijos; las esposas de migrantes perdidos o lejanos; los ancianos obligados a vegetar sin amor ni estímulos aun cuando hayan sido productivos muchos años; los familiares, vecinos, amigos y hasta compañeros de trabajo de alguien asesinado y por supuesto los ciudadanos que no saben si confiar más en las policías públicas que en las de empresas privadas y hoy hasta en las comunitarias. Pero la agonía más grave es la del planeta mismo, un cuerpo celeste recorrido por el caballo negro del tercer sello[1]. Una Tierra cuya balanza hemos desequilibrado, sustituyendo manglares por hoteles de lujo, los cuales se convierten en tumba de turistas inconscientes de la barrera natural que esos arbustos rizoforáceos son para los huracanes, tifones y tsunamis. Unos suelos desertificados por la erosión, la extracción excesiva de agua, y el uso de químicos que además de parásitos matan la vida misma. Una concentración de riqueza en una docena de mega-empresas que ofrecen alta productividad inmediata, ocultando la dependencia que implica sembrar semillas infértiles como consecuencia de procedimientos transgénicos. ¿Atenderá este ángulo la cruzada contra el hambre en México?
¿Qué hacemos cada uno de nosotros para impedir o cuando menos minimizar las acciones adversas que los propios humanos hemos infligido a la aldea global? La mayoría de los países “en desarrollo”, y México no es la excepción, han sido saqueados por auténticos piratas de las riquezas biológicas, concebidas por las empresas transnacionales como “materia prima” de productos que les reportan inmensas ganancias financieras. ¿Por qué quedamos tranquilos con saber que ocupamos el 4º lugar mundial en biodiversidad en vez de hurgar si la verdad en cuanto a pérdida de manglares es la cifra reportada por la FAO o por SEMARNAT? ¿Alguien ha sido castigado por los distintos delitos que nos han ocasionado una importante disminución de selvas y bosques? ¿Faltarán leyes o simplemente las que existen no se aplican, son tan malas que es imposible cumplirlas o se redactaron a modo para darles a estos depredadores la libertad de robar a sus anchas?
Apenas la semana anterior la UNAM propició el encuentro de especialistas de diversas disciplinas en un congreso que busca legislar en materia de bioética, biotanatología y prácticas forenses. Con auténtica consternación los ponentes enseñaron que en la furia privatizadora, hasta un buen número de genes humanos han sido patentados. Esto significa que su esencia, mi estimado lector, ya no es suya sino de aquella empresa cuya visión mercantil-futurista le llevó a patentar las partes del ADN de los mexicanos en las que se determina su proclividad al sobrepeso, la diabetes y otras enfermedades que, hoy por hoy, matan al mismo tiempo de convertirse en millonarios ingresos para quienes por ser dueños de tal descubrimiento, que no invención, impiden que otras alternativas de curación sean no solo producidas sino incluso investigadas. De la misma forma en que el agave o el maguey y hasta el nopal han sido patentados por diversos consorcios asentados en países orientales, muchas cadenas de ADN, células “madre”, óvulos y embriones, hoy se comercializan con la “defensa legal” de las patentes. ¿Se ha preguntado de donde vino el virus de la influenza maligna? ¿Quién patentó el medicamento y las vacunas vendidas por millones a toda la geografía mundial sin deparar en la depredación de activos biológicos como el anís estrella? ¿Tardarán 30 años —y en el ínter cuántos humanos jóvenes habrán muerto— para liberar patentes de medicamentos carísimos usados en tratamientos de cáncer, hepatitis y VIH?
¿Sabe Usted qué carga de elementos transgénicos tiene cada rebanada de pan de caja, cada cucharada de leche en polvo y cada porción de harina o mantequilla en el bolillo que alimenta a su familia? ¿Tendrá que ver con esto la explosión de cáncer en personas muy jóvenes, que mueren aun cuando jamás fumaron ni bebieron ni tuvieron existencias desordenadas? Cotidianamente somos sometidos a un miedo subliminal que, por ejemplo, nos anticipa que la acidez puede degenerar en cáncer de colon, intestinal o de estómago ¿Qué medicamento se están promoviendo partir de esta campaña? ¿Alguien ha comparado el aumento de tales síntomas en el aparato digestivo con la ingesta de hamburguesas, pizzas y en general la llamada “comida chatarra”?
Al igual que “la madre Tierra” busca sus equilibrios, un selecto grupo de humanos empiezan ya a ensayar alternativas basadas en una sabiduría empírica milenaria y trasmitida en grupos étnicos[2] autóctonos de la India, americanos y africanos; pero también ahí el conocimiento se piratea, por los “científicos” con máscara de misioneros —no solo religiosos sino del altruismo— quienes platican, con los hombres y mujeres de buen fe que les enseñan cómo curar, cuáles dosis de plantas y elementos de la tierra usar y combinar y ¡eureka! de pronto hay miles de nuevas empresas, con patentes internacionales que venden la sabiduría ancestral. Por supuesto, no hay proporción entre el origen y los precios altos para cubrir costos de fabricación, publicidad, comercialización, etc. Y mientras todo esto continúe la humanidad y el planeta mismo seguirán sufriendo una terrible agonía silenciosa.
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[1] Apocalipsis 6:5-8.
[2] Según informes de agencias de la ONU, un 60% de personas depende de plantas y procedimientos medicinales naturales para atender su salud. ¿Para los comerciantes de todo esto puede verse como algo más que un segmento de mercado?