Guanajuato como ciudad antigua, se muestra muchas veces sólo a quien tiene ojos para verla en su esplendor y belleza, ella sabe quiénes pueden acceder a su encanto, a su grandeza, a su magia.
No sé qué tan cierto sea eso de los viajes en el tiempo. Y no me refiero a crear una máquina y, como en la ciencia ficción, programas una fecha y un lugar determinado y aparecer de repente así, en lugar escogido con lógica y objetividad en busca de conocimiento científico. No. Me refiero a los viajes en que sin sentirlo ya te encuentras en un lugar que reconoces pero en otro tiempo, en un tiempo pasado. Sé que he escrito historias sobre el tema, pero esta historia, me reafirma que sí hay viajeros en el tiempo.
Un amigo taxista me platicó que tiene un conocido que vive en la Ciudad de México, y que, de cuando en cuando, viene a visitar su casa que le fue heredada por sus padres y que en la actualidad está sola. Su casa está por la Glorieta de Dos Ríos, cerca del casco de la Hacienda que queda en pie y que ahora muchos lo conocemos como Las Camelinas, nombre que le sienta bien, pues, antaño, tenía en el balcón una planta de camelinas color morado que atraían la vista por lo frondosas y bellas que estaban. Así que para ir a su domicilio, pues forzosamente tiene que pasar por ese lugar. Cuenta entonces que una noche, ya casi de madrugada, pues se había quedado en el Jardín Unión con unos amigos en la parranda, iba ya a sus aposentos, ya que en dos días se regresaba al D. F. Iba distraído cavilando cómo, cuándo y qué debía hacer para emprender el viaje, cuando de pronto escucha música antigua que provenía de un balcón sí florido, pero iluminado con una anciana sentada en el balcón. Fascinado por la música, que era de sus preferidas, le pregunta a la mujer sobre de ella y comienzan a platicar, él abajo y ella arriba; duraron así cerca de media hora, momento en que la anciana lo invita a subir para seguir con la interesante charla. Él, ni tardo ni perezoso, pasa a la casa, ve a su alrededor y reconoce la belleza de la construcción, ve lo hermosa que es la fuente adornada con plantas verdes y flores de mil colores que crean un ambiente muy adecuado para seguir con la plática y oír esa música hermosa que ahora le muestra la anciana está en discos de acetato, los llamados Long Play. El hombre no cabe de felicidad, son sus músicos favoritos, así se lo hace saber a ella y, la anciana, en un gesto de gratitud, tal vez por los momentos de atención tomados a su persona, le dice que le regala los que él quiera llevarse. El hombre accede, con pena y todo, pero no podía dejar de pasar esta oportunidad, así que escoge tres discos. Siguen platicando y él sigue embelesado con el ambiente que ya, casi al amanecer, se va poniendo un poco tétrico, pues la anciana comienza a ser muy terca con el tema de que está sola, que nadie la visita, que le agradecer que se hubiera pasado un instante de la eternidad con ella…“¿eternidad con ella?” se repite in mente el hombre. En ese instante, la mujer lo ve fijamente a los ojos, pero de una manera tan demoníaca que el hombre sólo atina a salir, lenta y amablemente, del lugar…casi amanecía…la mujer sólo lo ve alejarse desde ese balcón lleno de flores bellas, turgentes, no como ella que en ese momento se había tornado en una mujer con una mueca agria y la piel seca y arrugada. Él sube presuroso el callejón, sin ni siquiera voltear, abrazando contra su pecho los discos, los discos, los discos…llega a su puerta y, no puede vencer la tentación de ver, entonces voltea a mirar si sigue la mujer en el balcón y sí seguía mirándolo, pero ahora con una tristeza infinita, como despidiéndose, él sólo hace un saludo con su cabeza y se mete de inmediato a su casa.
A la mañana siguiente, sale a desayunar, cuando pasa por el balcón, voltea temeroso a ver si la anciana sigue ahí, pero ¡oh sorpresa!: no había camelinas tan frescas y coloridas, tampoco había balcón completo, pues las piedras se habían desgajado de un lado, no había puerta, la puerta por donde él recuerda haber entrado…con ojos desorbitados, recuenta in mente qué fue lo que hizo, regresa a su casa y ve los discos en su mesa, no puede creerlo, toma los discos, baja corriendo y ve a un joven que está abriendo la otra puerta para entrar en el casco de la Hacienda. Se apura y le pregunta amablemente que si la señora que ayer estaba en el balcón puede recibirlo, el muchacho extrañado le dice que ahí no vive nadie, que esa casona está sola y abandonada desde la muerte de su abuela, eso ya hace más de treinta años, que él va a la casa para poder airearla pues desean vender la propiedad. Desconcertado le dice que no es cierto, que no le mienta, que por piedad no le mienta, que él estuvo gran parte de la madrugada platicando y escuchando música con una mujer anciana. El joven al ver su frenesí, lo invita pasar a la casona y efectivamente: la casa está casi en ruinas, la fuente está hecha añicos por el paso del tiempo, las plantas secas, la mesa con un tocadiscos, y las dos sillas donde platicó con ella tan a gusto, desvencijadas…él hablando a tropel le explica al joven que en verdad estuvo con ella que la fuente estaba funcionando, que habló con ella casi hasta el amanecer…el chico se ríe de él, entonces, sólo entones, el hombre recuerda los discos y se los muestra diciéndole que ella se los regaló. El joven, con los ojos desorbitados del miedo, no puede creerlo, le dice que sí eran de su abuela y que había sido asesinada en esa casa, de una manera tan violenta que nunca nadie quiso vivir ahí. Se hace un silencio sepulcral y en segundos, como si se hubieran puesto de acuerdo, ambos salen casi corriendo de aquél sitio.
Cuenta el taxista que cada vez que su conocido viene a la capital, toca esos discos como para recordar su extraña aventura en esa otra ciudad que está escondida en los recovecos de la historia. Y sí ya nadie está en ese balcón. Si quieres visitarlo, ven, lee y anda Guanajuato.