Guanajuato está rodeado de sierras y montañas. Entre la serranía hay muchos pueblitos, la mayoría mineros, que tienen historias increíbles impregnadas de luz y sombras que generalmente conviven de manera pacífica con los vivos, al menos que algo fuera de lo común suceda.
Me cuenta un alumno mío que hay una comunidad llamada Peñafiel, ahí para arriba de la Presa de la Olla. Es un camino polvoso pues la modernidad no ha llegado todavía a esos lares. Me dice que una ocasión él y sus compañeros de Misiones, fueron precisamente ahí a realizar un trabajo comunitario y que como ahí no hay Casa de gobierno para que los hospeden, el párroco del pueblo les ofreció, de muy buena gana, la iglesia que está en las afueras del pueblecito, en el camino. Ellos, ni tardos ni perezosos, aceptaron de inmediato dado que el cansancio ya hacía mella. Y así fue, entre las pocas bancas, reclinatorios y estatuas grotescas de talla en madera de los santos, se hicieron un huequito y por facilidad, se quedaron cercanos a la puerta de la iglesia.
Ya estaban en plena duermevela, cuando de repente se escuchan unos toquidos casi imperceptibles en el portón, ellos hacen caso omiso, pues no quieren quedar como cobardes en esta misión, ocultando el miedo que en realidad sentían pero no expresaban, y se acomodaron entonces para dormir. Al menos era eso lo que ellos pensaban. No pasó mucho tiempo, cuando esos toquidos cobraron fuerza y se hicieron más fuertes, eso sí, pausados, como ese quien tocaba fuera alguien muy pesado, o estuviera muy cansado de vagar por el mundo sin preocuparse de si le abrían o no, pues ese era su destino. Ahí sí ya ninguno pudo disimular su asombro y miedo, porque, hasta donde sabían, ahí cerquita no vivía nadie, nadie. Armados de valor, se pusieron en pie y caminaron juntos, muy juntos, a abrir la puerta, llevando sus lámparas para aluzar esa noche tan negra que al parecer, quería mostrarles uno de sus tantos secretos siniestros que esconde desde tiempos inmemoriales, y ahora, ante ya el estruendo que eran esos toquidos, los jóvenes al unísono gritan: “¿Quién es?” En ese preciso instante en que toman la aldaba de la puerta para abrir y se escucha el rechinido de la pesada puerta, los toquidos callan, y afuera alcanzan a ver algo, un espectro semitransparente que se posa ante sus ojos y desaparece de inmediato en un vuelo rapidísimo para ocultarse en un cúmulo de árboles allá en la lejanía. Estupefactos y muertos de terror, piensan que es una broma de alguno del pueblo, entonces se enfilan a perseguir con pasos titubeantes a ese ser hasta la arboleda. Ven de pronto como un sinfín de lucecitas se conjuntan a su alrededor, iluminando parte del lugar y con los ojos desorbitados observan que sombras, multitud de ellas se esconden entre los árboles y salen a toda prisa a querer tocarlos. Al instante se voltean a ver mutuamente como por telepatía, y entonces se dan cuenta que su lugar no era allí, que era necesario correr para salvar sus vidas y no ser como esas sombras. Regresan corriendo en tropel a la iglesia, entran con rapidez, esperando que esos seres de oscuridad se fueran para siempre de su vista. Ahí es cuando voltean a ver una vieja estatua talla en madera de Jesucristo, con unos ojos tan horrendos que parecen estar viéndolos, como reclamando que estuvieran en ese templo, y a la vez como si les advirtiera que si se quedaban más tiempo ahí, no los dejaría ir nunca. Afortunadamente ya casi amanecía, así que tomaron sus cosas y se bajaron del pueblo, sin avisarle a nadie.
No sé qué exista allá, pero lo que sí sé es que la paz eterna, no sólo la queremos nosotros, si no las almas que desde hace muchos años buscan la luz en plena oscuridad, buscan la paz del descanso, aunque ello represente ir a la iglesia, tocar y ser perdonados en suelo santo en la oscuridad de la nada. ¿Quieres conocer Peñafiel? Ven, lee y anda Guanajuato.