Ecos de Mi Onda

¡Ay amor, ya no me quieras tanto!

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En cualquier lugar en el que se encontraran, charlaban amenamente con sólo la mirada y Dafne acariciaba a Diana siempre con ternura amorosa…

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Me da pena que sigas sufriendo este amor desesperado.

Yo quisiera que tú te encontraras de nuevo otro querer.

Rafael Hernández, compositor puertorriqueño.

 Dafne y Diana

Pasaban las tardes en la terraza hasta que se ocultaba el sol. En esa estrecha y apacible relación amorosa no hacían falta las palabras, sentían una atracción mutua limpia, candorosa, sin sombra de dudas o malas interpretaciones, y si en alguien las había, a ellas simplemente les era indiferente, no se ocupaban de ninguna manera en darles crédito. Salían a comer al menos una vez a la semana al mejor restaurante de la ciudad, donde los meseros ya las conocían y siempre las calificaban como clientes distinguidas. Al llegar las conducían a un discreto reservado para que se sintieran totalmente cómodas, a sus anchas, sin que nadie las molestara y después de los aperitivos les servían los platillos exquisitos que tanto les gustaban a las dos.

En cualquier lugar en el que se encontraran, charlaban amenamente con sólo la mirada y Dafne acariciaba a Diana siempre con ternura amorosa; le gustaba sentir lo sedoso de su pelo y Diana le correspondía dedicándole una mirada de profundo cariño, sin preocuparse de la gente que pudiera estar a su alrededor, ni de las miradas indiscretas. Cierto que en ocasiones su relación provocaba murmuraciones, pero eso a ellas no les importaba en absoluto.

Con frecuencia acudían alegres al salón de belleza a peinarse, acicalarse; luego entraban fascinadas a las tiendas a comprarse ropa a la medida de acuerdo a la moda vigente y a las estaciones del año. Salían de vacaciones a los mejores centros turísticos, balnearios, playas y bosques, hospedándose en hoteles de lujo y así la vida transcurría feliz, ajena a las preocupaciones

Pero llegó el tiempo aciago en el que Diana comenzó a mostrar síntomas de que estaba enferma. Dafne preocupada la llevó a que la revisaran los mejores médicos en los más prestigiosos hospitales, pero todos los diagnósticos coincidían en la gravedad de la enfermedad. Dafne estaba incluso dispuesta a gastar su enorme fortuna si fuese necesario, con tal de volver a verla sana. Sin embargo, el destino no lo quiso así, ya estaba fatalmente establecida la suerte de Diana, a pesar de que Dafne se resistía a aceptarlo. Así, Diana murió en una mañana gris y lluviosa de septiembre y Dafne totalmente apesadumbrada apenas tuvo fuerzas para disponer que fuera incinerada y que sus cenizas se depositaran en una urna de madera de ébano con incrustaciones de plata, la cual fue luego colocada en el nicho de un pequeño y ancho muro que rápidamente se construyó para ese fin, ubicado en la parte más alta del extremo poniente del enorme jardín, bajo la sombra del robusto roble, de cuyas fuertes ramas tantas ocasiones la llegó a columpiar, tan alto, que casi la hacía arañar el azul cielo. Desde ese punto, pensó la atribulada Dafne, Diana podría mirar todos los días la bella salida del sol en los amaneceres.

Su luto fue terrible, la soledad la envolvió con un manto negro de desesperanza; quería realmente morirse para ir a acompañarla, pensando que la vida ya no tenía ningún sentido sin ella, sin su amada presencia. No obstante trataba de ocuparse de alguna forma, leyendo, escuchando música, viajando, pero todo era en vano, pues a cada paso, a cada momento la recordaba y sus ojos de inmediato se anegaban de llanto. Fue por ese entonces cuando supo que una médium muy famosa visitaría la ciudad y que llegaría en la ya próxima primavera. A través de sus importantes influencias logró arreglar una cita y haciendo cuentas del tiempo le desesperaba que faltaran tres larguísimos meses para llegar a la fecha acordada, así que tuvo que llenarse de paciencia, puesto que por fin tenía nuevamente un motivo para seguir viviendo.

Finalmente, llegó el día tan esperado de la cita con la médium, a quien llamaban Madame Amanda, de quien se sabía que tenía una muy bien ganada reputación de poder de comunicación con el más allá, evidenciado por cientos de testimonios favorables sobre casos en los que había logrado entablar conversaciones con seres fallecidos de distintas épocas y lugares, así que toda la clientela sólo expresaba maravillas de sus grandes capacidades extrasensoriales y no dudaban en recomendarla para esos menesteres.

Previamente Madame Amanda le hizo algunas preguntas acerca de la relación existente entre ambas, así como sobre datos generales y específicos de la vida de Diana. Luego se dispusieron todos los enseres y detalles del procedimiento para la sesión nocturna, cortinas gruesas para lograr una oscuridad total, una mesa redonda sencilla con un mantel negro colocada en la mitad de la amplia sala, velas aromáticas y sillas cómodas para las dos. Después de una serie de oraciones, Madam Amanda ordenó que se apagaron totalmente las luces y que todo el recinto quedara en absoluto silencio. A Dafne le latía aceleradamente el corazón y sentía angustia en el pecho oprimido y casi se desmaya cuando repentinamente Madame Amanda empezó a sacudirse violentamente y a emitir sonidos guturales incomprensibles, luego observó que la médium casi pierde el sentido y golpea su rostro contra la mesa, para después quedar sentada muy erguida y finalmente dar la apariencia de flotar sobre su breve espacio. En medio de un silencio sepulcral se alcanzaba a escuchar el latido del corazón de Dafne, quien de pronto fue invadida por una alegría desbordante al sentir la presencia de su amada Diana, al tiempo que la escuchaba con absoluta nitidez…

  • Guau, guau, guau.

Pedro se leyó de corrido Cien Años de Soledad

Pedro se leyó de corrido los Cien Años de Soledad de García Márquez. Sí Pepe, seré un borrachín, pero soy un borrachín culto, chinsumadre, le decía mientras escuchaba los cien años de Macondo sueñan, sueñan en el aire, que le gustaba con Óscar Chávez como intérprete y que ponía en una arcaica casetera con singular frecuencia. Pedro amaba a Úrsula con una intensidad reprimida que se revelaba en sus ojos brillantes en extremo, pero era un tema decididamente  vedado en su boca parlanchina.

Úrsula había amado a Pedro, pero los chismes de Conrado, hijo de la hermana de su padre ya difunto, es decir, su primo, incidieron para que Úrsula dudara sobre la factibilidad de que con el tiempo ellos concretaran una relación feliz. No dejaba de calentarle el oído, y ese día le repetía con insistencia convéncete es un borracho perdido, sin oficio ni beneficio ¿No me crees?

Y como pasa en las novelas de la tele, la desgracia tenía que suceder, pues el mismo día de esa malhadada plática, al salir del mercado Hidalgo después de cumplir con un encargo de su madre, vio a Pedro caminando de prisa y lo siguió a distancia, sólo para verlo entrar a la cantina El Panal. No puede ser, pensó Úrsula, me juró que ya no tomaba. Desilusionada y triste llegó a su casa y no pudo ni tragar bocado, luego por la noche no pudo dormir tratando de dar con la razón del engaño. Pero para mala fortuna eso no fue todo, pues pasó una semana y Pedro no la buscó en ningún momento y para colmo su amiga Alicia también le fue con el chisme de que lo había visto salir de la cantina con su amigote el Gallo. Eso fue la puntilla que le desvaneció las ilusiones, de tal forma que al día siguiente, cuando el ladino de Conrado se presentó a la salida de su trabajo en la panadería, aduciendo que pasaba por ahí y que aprovechaba para saludarla, Úrsula sorpresivamente lo tomó del brazo y aceptó cuando el atrevido la invitó a ir al cine Guanajuato.

Tradúceme Imagine Pepe, John Lennon era un chingón ¿verdad? Abrieron la botella, órale es de whisky, te luciste mi cuate. Fue la única vez que se atrevió a platicarle a alguien su tragedia. Úrsula inexplicablemente nunca volvió a dirigirle la palabra. Con el llanto en los ojos gimoteaba que por ella había cambiado, que tal como se lo había prometido no había vuelto a probar en semanas una sola gota de licor y que si bien la había dejado de ver por unos días, era porque estaba a punto de darle la sorpresa de que había conseguido un buen trabajo, gracias a las recomendaciones del Gallo. Casi se volvió loco cuando despidiéndose de su amigo en la plaza de San Fernando después de agradecerle el favor, vio claramente como pasando frente a ellos Úrsula, le dirige una mirada llena de rencor y luego besa torpemente a Conrado en la boca.

…Los cien años de Macondo sueñan, sueñan en el aire… Pedro trató de salir a la calle para comprar la provisión de alcohol, pero en ese momento una gran debilidad se lo impidió. Acostado, el vientre inflamado, la tez amarillenta, con el dedo rojizo hinchado presionó el botón de la arcaica casetera que de puro milagro seguía funcionando. ¡Ah, no hay mal que dure cien años! Fue la última frase coherente que escuchó en su cerebro y le mitigó el sufrimiento físico del final. De sus ojos abiertos extrañamente brillantes fluyeron gruesas lágrimas.