Yo no me encuentro a mí mismo donde me busco. Me encuentro por sorpresa cuando menos lo espero.
Barón de Montesquieu (1689-1755) Filósofo francés de la Ilustración.
Me dijo ven, acompáñame por favor. ¿A dónde te llevo? Le pregunté, pero no me contestó nada, sólo caminó hacia el auto y subió. A mí por tanto no me quedó más remedio que abrir la portezuela y sentarme frente al volante sin tener la menor idea de a dónde deseaba dirigirse, sin embargo prendí el auto y lo puse en marcha. Ella descansaba la cabeza en el asiento, el pelo de su larga cabellera le cubría la cara al ser movido por el viento que entraba por la ventanilla y lo retiraba insistentemente con la mano izquierda y me dejaba ver el perfil de un rostro, podría decir, triste, abatido por alguna noticia de última hora que no quería expresar por el momento, pero que ciertamente yo esperaba que me comunicara en algunos instantes, cuando hubiera podido controlar las emociones internas que al parecer le pellizcaban el corazón.

Sin embargo, después de media hora de vagar por la ciudad permanecía en silencio, los ojos cerrados y actitud taciturna. En el radio se escuchaba música nostálgica de los Beatles… Suddenly, I’m not half the man I used to be, there’s a shadow hanging over me, oh yesterday came suddenly. Why she had to go, I don’t know she wouldn’t say, I said something wrong now, I long for yesterday… y me pareció notar que movía los labios siguiendo la letra, pero fue claro ver que una lágrima resbalaba por su mejilla. Ya no pude aguantar más la curiosidad y me atreví a preguntarle directamente qué le pasaba, luego me miró con sus ojos cristalinos, el rímel ligeramente corrido, sin poder articular palabra, aun cuando percibí que trataba de hablar, de decir algo que se le atoraba y sólo volvió a echar el rostro hacia atrás sin poder disolver, según mi opinión, el nudo en la garganta. No sabía qué hacer, si regresar a la oficina o seguir con esa especie de paseo involuntario hacia ninguna parte, pero el titubeo gastó una hora más de tiempo, que por otra parte, debería estar aplicándose a la enorme cantidad de trabajo que teníamos acumulado.
Es bonita, muy bonita diría yo, el paso del tiempo le ha regalado un toque de regia madurez de medio siglo en un cuerpo esbelto, esculpido por sesiones intensas de yoga y ejercicio físico bajo el sol, respirando el aire puro serrano en trotes prolongados a lo largo de veredas frescas cubiertas por el ramaje de los cedros. Mirarla así de reojo me logró trastornar un poco e hizo que me preguntara qué hacía yo acompañando a esta importante mujer que mostraba abiertamente un desánimo evidente y, debo confesarlo, una confianza fuera de lo ordinario sobre mi honestidad, pues me estaba permitiendo verla trasparentemente vulnerable, ajena a esa actitud de carácter seguro y dominante que no dejaba dudas acerca de su jerarquía alfa en todos los asuntos laborales que le competían y que concluía siempre con decisiones y acciones acertadas, sin alardes superfluos, ni poses de diva.
El radio trasmitía la información de las condiciones climáticas y efectivamente, el sol del mediodía comenzó a dominar sobre la nubosidad matutina y empecé a tener hambre, por otra parte debía echar gasolina y me dirigí a la gasolinera inmediata. Sin bajarme del auto le pedí al despachador que llenara el tanque y limpiara el parabrisas para reiniciar el viaje a lo desconocido para mí, e incluso, casi puedo estar seguro, que también para ella, intuyendo que lo más probable que tenía en la mente era no dirigirse hacia un lugar específico, sino darle tránsito a una pena, tristeza, agobio, sufrimiento, dolor, angustia, miedo ¡no sé! Traté de pensar en otra cosa, enfocar mis pensamientos en algo propio, de mi incumbencia, en medio de esta situación digamos, atípica, donde yo sólo cumplía las órdenes de una compañera superior en jerarquía. Mañana tenía que ser un día normal, me dije, y comencé a elaborar el programa de actividades, empezando por resolver los pendientes, los asuntos que hoy estábamos postergando. No funcionó, no me podía concentrar. Sin pensar ya estaba en la carretera rumbo al puerto.
Despertó cuando bajábamos de la sierra hacia la costa, pero permanecía acurrucada, en posición fetal con la cabeza hacia la ventanilla. Después de unos minutos se irguió y puso atención en el camino tratando de ubicarse, se recogió la cabellera hacia atrás con ambas manos, como para ampliar el panorama y me dijo que una vez que llegáramos al puerto me dirigiera hacia las palapas al final de malecón, en el radio se escuchaba… que a tu lado como nunca me sentí y por esas cosas raras de la vida sin el beso de tu boca yo me vi. Amor de mis amores, amor mío que me hiciste que no puedo soportarme sin poderte contemplar, ya que pagaste mal a mi cariño tan sincero lo que conseguirás que no te nombre nunca más…, le subió al volumen y empezó a mover con ritmo la cintura, los ojos cerrados, bailando al compás de las percusiones y las trompetas que acompañaban a la melodía, llevaba los brazos hacia la izquierda y luego a la derecha y en ese vaivén empezó a despeinarme, riendo juguetonamente en una acción incomprensible, pero que me agradaba y yo seguía el juego haciendo también como que bailaba en el asiento, moviendo ligeramente el volante en la carretera poco transitada, algo que me parecía imprudente de acuerdo a los cánones en los que basaba mi conducta, sobre todo en las actividades que consideraba de responsabilidad social. Nada importaba en esa cadencia improvisada como ola que nos columpiaba, en la medida en la que las canciones bailables se sucedían, entre comerciales de decenas de productos de toda índole, en la transmisión de la radiodifusora local.
Tan pronto como estacioné ella abrió la portezuela, se bajó y fue a ocupar una mesa en la palapa, mientras que con talante serio, yo me aseguraba de que el auto quedara seguro, bien cerrado, la delincuencia está operando por todas partes y de ninguna manera le daría facilidades a un robacoches. El dinámico mesero se presentó de inmediato y ella ya tenía la carta entre las manos, sin pensarlo mucho pidió una michelada con clamato, además de tostadas de ceviche como botana. Yo no me sentí invitado y me senté en la mesa por puro compromiso, estimando que así debía ser, no creo de ninguna manera que ella tuviera en mente que yo aguardara sentado en el coche mientras ella comía y bebía, lo que me confirmó plenamente cuando me extendió la carta para que eligiera con libertad, enfatizó, lo que quisiera. Alegre se puso a hablar del azul del mar y del cielo en el horizonte marino, una línea tenue que apenas dividía el cielo del mar, de la arena fina y blanca de la playa, del sol que caía a plomo y de la necesidad de usar bloqueadores solares, en esta época en la que apenas se estaba recuperando la capa de ozono, a todo lo que yo asentía con un sí, sin ninguna e especie de reparo de mi parte, no porque los temas me fueran ajenos, sino simplemente porque no consideraba ponerme a discutir sobre la veracidad de las afirmaciones que sostenía sin argumentos objetivos. Pedí una cerveza y también unas tostadas de ceviche como entrada.
Comencé a preocuparme en serio cuando vi la hora en el reloj, ya casi daban las seis de la tarde y ella ya se había tomado como seis micheladas sin probar bocado, pues tanto las tostadas como el pulpo al ajillo que había pedido estaban sin tocar en la mesa. Yo por mi parte ya me había engullido la botana y un guachinango frito. Un pequeño perrito de pelambre blanco hirsuto se acercó a la mesa, le llamaban el Choclo y meneaba la cola para congraciarse a su manera con el mundo salvaje, lo acarició, lo tomó entre sus brazos y el perro peregrino le tomó cariño de inmediato, y comía de lo que le daba y le lamía las mejillas sin pudor, y ella reía y reía con una risa infantil que se desbordaba en el espacio. Se paró a bailar sola al son de la música de la sinfonola… Apagaré la luz, no puedo esperar más, aprenderé de ti hasta el final, provócame mis labios, hazme tuya de una vez, que impaciente estoy de ti, de tu sensualidad que siempre callé… y parecía que el Choclo seguía el ritmo a su alrededor, luego fue hacia la mesa y no me tocó, fue como la acción definitiva de un imán que literalmente me jaló y me puso a su disposición dancística… Suelta el listón de tu pelo, desvanece el vestido sobre tu cuerpo y acércate a mí, que beberé del perfume de tu piel, deslizando una rosa en tu cuerpo, provocando amor… Giraba absorta en las ondas musicales, ponía la mano derecha sobre la cadera que movía con una cadencia perturbadora. La sinfonola lanzó una canción de ritmo lento y ella posó los brazos sobre mis hombros y aspiré el aroma de su cabellera, casi pierdo el equilibrio por el temblor en las piernas. Al terminar la canción me tomó de la mano y me dijo al oído –Necesito que me abracen fuerte– y al estimar que no era posible hacer eso en la palapa frente a los parroquianos, no supe ni de donde saque valor para decirle que saliéramos a la playa.
Caminó firme hacia la salida con el Choclo brincoteando tras ella; cuando yo la seguía un mesero me llamó y pidió que pagará la cuenta, algo que no esperaba. Me apenó gritarle que tenía que pagar, por lo que saqué la cartera y tuve que usar la tarjeta de crédito porque traía poco efectivo. Cuando salí a la playa no la vi por ningún lado, sólo creí ver al choclo a lo lejos como dirigiéndose a una vieja construcción. Me quité los zapatos y corrí en la arena y llegué a la casona en ruinas, entré con algo de temor, grité su nombre sin recibir contestación, sólo aspiraba el humor de la añeja humedad salitrosa y escuchaba en la penumbra vespertina el rumor de las olas del mar. Preocupado regresé a la palapa y encontré al choclo echado a la entrada, que me miró con una especie de sonrisa burlona en el pequeño hocico peludo. Le pregunté al mesero si la había visto y me contestó que sí, que tenía apenas unos minutos de haber salido hacia la calle. Cuando salí el coche no estaba ¡Maldición! Apenas alcancé el último camión desvencijado que fue parándose en una docena de poblados.
A la mañana siguiente entré a la oficina y la encontré plácida y flemática como siempre. La saludé con indiferencia y me puse a trabajar. El día de quincena observé que se me había descontado un día de salario, a causa de una falta injustificada. Recuerdo esto porque después de alrededor de cuatro meses, hoy me encuentro nuevamente manejando sin rumbo fijo con ella taciturna en el asiento trasero, me pidió que la acompañara por favor, yo sólo pensé para mis adentros –hija de…– pero le contesté –¿Y a dónde te llevo?