Hoy fue uno de esos días grises que trastocan las formas, los pensamientos, las emociones, y el espacio tiempo mismo. Sí sé que Guanajuato es mágico, pero hoy, en verdad hoy, me tocó, una vez más, vivirlo.

Como dije, a veces los tonos grises hacen que todo pase más lento de lo normal, y aunque el viento frío quiera ayudar llevándose las nubes a otro lado, las sombras hacen de las suyas y la ciudad se queda inmóvil, en silencio, sólo el aire que circula por los callejones, logra apenas rozar las hojas de los árboles y hacerte saber que permaneces aún aquí, que no te has ido, que no te has muerto.
Pues bien, hoy necesitaba como nunca la ayuda de alguien, de alguno de los que siempre están ahí, de los que a veces uno ayuda sin pedir nada a cambio, pero que no siempre es recíproco, de los que a veces te miran como hartos de tus desventuras, de los que a veces dicen sí y te ayudan. Mónica, hoy me ayudó. El asunto es que como ella trabaja en Silao, acordamos que vería yo a su hermana Estela en Marfil, una localidad cercana al centro de la capital, en una tienda que tiene afuera una marca verde de refrescos. Confiada en el GPS de mi teléfono, me guié y llegué al kiosco de Marfil, la tecnología a veces nos juega bromas y esta, sin dudarlo era una de ellas: no había tienda con tal característica, así que, acompañada por mi hoy silencioso marido, fuimos, de acuerdo a la numeración de la calle, más hacia el museo Gene Byron, y ahí vi una tienda, antigua, con una marca de refresco tal como me dijo mi amiga, sin dudarlo bajé del auto y entré a la tiendita construida de adobe, la luz tenue del foco de unos 40 whatts y la poca iluminación del exterior, mostraban el adobe que se asomaba en las paredes de manera franca, algunos espacios estaban pintados con cal otros resanados con lo que un día fue yeso, el olor era a humedad antigua, como si ahí se hubiera detenido el tiempo, entonces hablé: “¡Buenos días!”, silencio, insistí: ¡Buenos días!”, y ahí, en un rincón junto un altar con una difusión de santos, estaba sentada, rodeada de sillas casi destartaladas, una viejecita, más vieja que el tiempo mismo: su pelo cano estaba agarrado en una trenza que se escondía en un rebozo oscuro que había tenido mejores días, que me contestó con tal amabilidad que de inmediato me llevó a mi infancia en La Piedad, Michoacán, y recordé a Doña Luisa, una curandera que nos ayudó a bien nacer, mi padre siempre la llamaba bruja; recordé también las banquetas de cantera de rosa, mi caminar en las calles, el viento en mi pelo, el olor de las casas viejas de adobe, el silencio de mi remembranza en mi cabeza…
Al verla, ahí sola, sentada, con frío, cobijada con un trapo, sentí como si eso ya hubiera vivido, ella sólo atinó a seguir la plática invitándome con una amabilidad que traspasa el tiempo y el espacio a sentarme con ella y a cubrirme del intenso frío y viento que estaba haciendo allá afuera (a mí me pareció que estaba en una casa enorme y que la puerta estaba tan lejana de nosotras que en verdad me vi desde arriba, en un espacio tan grande sola ahí con ella, las sillas y las vitrinas del altar). Le agradecí, pero no me senté, sólo atiné a ver a sus santos, le pregunté por el principal que tenía en una vitrina: “¿Es el Niño Doctor?”, me dijo: “No, es el Niño de Atocha”. Me quedé helada. En verdad este día, hasta ese momento, en un día tan amargo como hace mucho no lo había tenido, ella sin querer, me había puesto en este plano otra vez, recordando, sí mi ciudad natal, pero también que no estamos solos, que nuestros ancestros y creencias nos sostienen en casos desesperados como el día de hoy, y agradecí con el pensamiento, a la vez que le dije que yo también era devota del Santo Niño de Atocha. En ese instante, entró su hija -supongo que lo era- y le dio algo en un plato para desayunar, la magia del momento se esfumó, perdí esa conexión dimensional con la viejecita quien se quedó callada, tomó su plato y se dispuso a comerlo, centrando su atención en esa acción. Entonces pregunté por Estela a la hija quien no supo darme razón, y hablando de las posibilidades de cuántas Estelas cercanas hay, me encaminó a la puerta, ya no pude ver a la ancianita, ni despedirme, hablé un segundo con la hija, le agradecí y me encaminé a buscar el sitio exacto, mas no el correcto (era obvio que el correcto siempre fue ese), donde pudiera encontrar a Estela, la hermana de Mónica. No tardamos mucho en encontrarla, la vimos.
Desde aquí les agradezco por hacerme vivir este momento. Tal vez era la hora de encontrarme con esa mensajera del tiempo, con esa sabiduría antigua que me dice que no debo olvidar, ni olvidarme de mí, que sigo viva, que lo que me hace estar aquí todavía, es la bondad de las personas, el saberme querida, y el saber que siempre mi Niño de Atocha, nos procura y nos hace saber que está con nosotros. Hoy fue un día frío y gris, pero rindió frutos en mi alma y en mi corazón, la magia de esta ciudad te hace viajar a otras dimensiones, espacios, remembranzas y sueños vívidos. Ven, lee y anda Guanajuato.