Ecos de Mi Onda

Mamá Julia

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La fatalidad de los buenos propósitos es que siempre llegan tarde.

Oscar Wilde

Eran los pasos de él, seguro, los reconocía muy bien. Subía hacia la azotea como gato por la escalera común del patio de la vecindad, donde se reunía con otros muchachos de la cuadra, otros gatos desenfrenados, que quien sabe por dónde también se subían. Ella no podía averiguarlo, los dolores intensos en las rodillas y en la espalda surgidos del diario trajinar le impedían tan siquiera tratar de subir por esa escalera empinada, y menos de noche, cuando la visión se le nublaba al punto de la ceguera. Algunos vecinos se lo advertían, unos como chisme de oídas, otros con la seguridad de atestiguarlo: El Pablito anda en malos pasos doña Julia, cuídelo, no le vaya a dar un susto un día de estos.

Se le rozaban los ojos marchitos, ya había llorado muchas lágrimas de angustia y dolor en la vida, pero el sufrimiento parecía no tener fin y se sentía la mujer más sola del mundo. Sabía muy bien que, a pesar de sus esfuerzos, su Pablito era ya en efecto un delincuente y que robaba tan sólo para mantenerse el vicio de quien sabe que tarugada que le sorbía el seso y que cada día lo volvía más loco.

Cierto, oír los pasos nocturnos desacoplados subiendo las escaleras le perturbaban demasiado, pues bien sabía que al día siguiente tendría que tragar saliva, cuando los vecinos le reclamaran por el ruido de la música a todo volumen, que la banda de jovenzuelos mantenía hasta casi la madrugada. Pero era mil veces preferible a permanecer en vela cuando no se aparecía en toda la noche, imaginando cientos de escenarios, a cual más de dramáticos, y la angustia le provocaba accesos de un pánico silencioso y doliente que le retorcía el alma. Tenerlo en la azotea, aun cuando con frecuencia la despertaban de la somnolencia los brincos alborotados de la pandilla, le significaba al menos una pizca de alivio de tenerlo seguro.

Pablo y Dora su hija, llegaron de improviso. El muchacho tatuado le dio mala impresión, que luego fue amortiguada por la sorpresa, después de varias semanas, de escucharlo pidiéndole permiso para que Dora fuera su novia – La quiero de verdad doña Julia – algo ya realmente impensable para los malos tiempos actuales, tan diferentes a los que a ella le había tocado vivir en su juventud, pensaba, mientras lavaba los trastes de la comida en el fregadero de la pequeña cocina. Le resultó muy alentador que después de unos meses se la pidiera en matrimonio, para casarse por el civil y por la iglesia. Ella ya sabía que Pablo era huérfano de madre y que no conocía a su papá, que se largó en cuanto se enteró de que iba a tener un hijo y nunca más lo volvieron a ver por el barrio. Pablo nunca se interesó en tratar de conocerlo, sabía quién era y tenía algunos datos sobre donde buscarlo, pero ¿para qué? ¿para reclamarle? No tenía sentido. Desde pequeño se dedicó a aprender el oficio de fontanero y pronto era solicitado por eficiente y responsable.

Fueron varios años de tranquilo bienestar. Al año y medio de casados vino Pablito y eso multiplicó la sencilla dicha de los padres, compartida generosamente con la feliz abuela. Había planes, proyectos de vida para ellos y para el futuro del pequeño, tendría que estudiar una carrera, era el firme propósito por el que se empeñaban. De pronto las cosas comenzaron a cambiar para mal, Pablo mostraba nerviosismo, pero callaba, no decía lo que le estaba pasando. Taciturno salía a trabajar y regresaba de la misma manera, eso era evidente para Dora y lo comentaba con mamá Julia para que le aconsejara qué hacer – Debe estar presionado por el trabajo, ya ves cómo está la situación de difícil – le decía – Tranquila hija, habla calmada con él, dile que buscas ayudarlo, no lo presiones más de lo que está – ¿Qué le pasaba? Se preguntaba Dora.

Pablo siempre se negó y lo empezaron a amenazar con hacerle daño a la familia. Se trataba de utilizar su buena fama para la distribución de piedra y yerba, nadie iba a sospechar de él y además se podía ganar una buena cantidad de pesos, cantidades nada despreciables por los trabajitos. Nunca dio su brazo a torcer con los supuestos amigos del barrio, individuos que había conocido desde la niñez, el futbolito en las calles con un par de piedras como portería, las chanzas a la salida de la escuela primaria, fumar el tabaco en la secundaria y hacerle la ronda a las chiquillas. Luego cada quien por su lado, él como aprendiz de fontanero con don Pepe, instalando tinacos y calentadores, llaves de paso, arreglando fregaderos y fugas de regaderas. Los cuates por distintos rumbos, algunos, los menos, estudiando la prepa, otros trabajando como ayudantes en distintos oficios y otros por mala fortuna enganchados en la delincuencia.

Era un cuate, por eso relativamente lo respetaron por un tiempo, pero les empezó a caer mal la reiterada negativa en el negocito y entonces lo tildaron de pedante y mala onda ¿Quién se creía? De pura maldad le sembraron piedra en la mochila y dieron un pitazo a los policías. Trataron de detenerlo y se zafó, corría muy rápido, pero resbaló y fue a dar debajo de la banqueta, el camión le pasó por encima. Un pequeño recorte en la nota roja de los periódicos dio la nota: Narcomenudista murió bajo las ruedas de un autobús al ser perseguido por la policía.

A Dora le dio por dudar de la inocencia de Pablo, pero Doña Julia siempre creyó en él y se lamentaba de que había sido víctima de una terrible injusticia con resultados fatales. Dora comenzó a andar con un fulano sin oficio ni beneficio. Una noche ya no llegó a la casa y Clarita, su mejor amiga fue a contarle a doña Julia que se había ido a tratar de cruzar la frontera con el nuevo novio. Nada le importó Pablito, quien por entonces tenía once años y entonces comenzaron los infortunios.

El puesto de dulces afuera de la escuela no daba para mucho, pero podía alimentar, vestir y llevar a la escuela al pequeño adolescente, que empezaba a mostrar signos de una rebeldía creciente, que se convirtió en silencios prolongados, o en francos enfrentamientos y frecuentes ausencias. Se enganchó en la pandilla, eran sus hermanos, el refugio, el significado de una vida sin sentido que se aletargaba plácidamente con la droga, la piedra en el huequito del foco calentado por el encendedor y las aspiraciones largas que le producían el abandono de la precariedad, hacia un mundo de fantasía, una súbita subida de euforia en la que se sentía capaz de trepar por las paredes sin dificultad, de moverse sin inhibiciones. El apagón era duro y le comenzó a minar las facultades del cuerpo, pero una nueva dosis le regresaba la vitalidad en ese círculo vicioso.

Primero le robaba dinero a la abuela sin ningún signo de remordimiento, pero luego ya no le alcanzaba y empezó a robar para mantenerse el vicio, tenía escuela con los compas, les arrebataban los bolsos a las señoras y corrían, echaban el ojo a las casas vigilando cuando quedaban solas para luego asaltarlas, atacaban a jóvenes estudiantes y les robaban dinero, mochilas, celulares y hasta los tenis. Se juntaban en azoteas, casas abandonadas y solares solitarios. Llegó a pensar que esa vida era divertida y que los compas eran realmente sus hermanos. Pero los efectos adversos de la droga son muy duros y los períodos de sequía empezaron a resultar insufribles. Varias veces tuvo que refugiarse en su casa, con el pendiente de la abuela que trataba de llevarlo al médico, angustiada al percibir la gravedad del asunto y sentirse prácticamente impotente para brindarle ayuda, pero de pronto volvía a desaparecer.

Esa noche la juerga estuvo intensa, se juntaron en el lote abandonado, eran varios chavos y chavas, habían dado un buen golpe y decidieron celebrarlo. Había suficiente droga y alcohol para pasarla bien. Sólo que esta vez habían escalado en la violencia, el asalto fue a un autobús lleno de pasajeros. Al Chato se le escapó un disparo, eso dijo, pero en realidad quiso sentirse el matón que cargaba en la mente frenética y fue a dar al vientre de un tipo por supuesto para él desconocido. Bueno, ni modo – se dijeron sin buscar más explicaciones al asunto.

Alguien lo reconoció y fueron a buscarlo, sabían que vivía con doña Julia. Iban dispuestos a sacarlo de la casa y darle una golpiza. Ella se asomó por la ventana y vio a la turba furiosa – ¿Qué hiciste ahora Pablito? Nada mamá Julia, nada, te lo juro, ayúdame por favor. Siempre tenía cerrada con un candado la ventanita que daba a la escalera, por eso suplicaba por ayuda, había tratado de huir, pero el candado se lo evitaba. Mamá Julia sacó la llave del bolsito de mano y se la dio. El joven salió disparado como fiera perseguida. Tumbaron la puerta y no lo encontraron, le reclamaban la entrega del nieto, vociferando con maldiciones y ella sólo callaba ¿Qué podía realmente decir?

Tal vez si hubiera sido la policía lo hubiera entregado, pero no lo sabía con certeza, el amor que sentía por el muchacho le despedazaba el alma.