El Hilo de Ariadna

Día de la Cueva: un paréntesis

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«¿Qué le hallan ustedes a celebrar en un cerro?”, me preguntó alguna vez un apreciado colega periodista, originario de otro lugar, al referirse al llamado «Día de la Cueva», la fiesta más concurrida y tradicional de Guanajuato, ciudad donde vivo, misma que se realiza en algunos de los montes, cubiertos de arbustos y matorrales, que rodean a la mancha urbana.

Esta vez no hubo jolgorio (Foto: Benjamín Segoviano)

No supe entonces qué responder porque, efectivamente, muchas personas no ven mucho objeto en hacer el esfuerzo de subir a las colinas, envolverse en la ruidosa mezcla de música popular, pregones de mercaderes y rumor de la multitud, con riesgo de caer o de empaparse si, como manda la tradición, se le ocurre a las nubes desatar el acostumbrado diluvio.

Con más de cuatro décadas de acudir a ese festejo, aún no lo sé, pero supongo que tiene qué ver con el acercamiento, así sea efímero, al entorno natural en que crecí y que han frecuentado tantas generaciones de guanajuatenses; a la atractiva leyenda que contaba mi padre —y que todos aquí conocen—  sobre la princesa encantada que debe rescatarse un 31 de julio, a medianoche, de la gruta que la aprisiona por la maldición de un malvado mago.

El imponente monolito de El Pastor (Foto: Benjamín Segoviano)

Por supuesto, también importa la atracción hipnótica de «Los Picachos», enormes cimas rocosas en cuyos pliegues se esconde la famosa cueva, hogar y prisión de la doncella, que ha de estar triste por el transcurrir de tantos siglos sin que aparezca otro valiente que se atreva a romper el hechizo, luego de aquel infortunado que lo intentó, no pudo y se volvió admirado monolito con silueta de pastor.

Sin embargo, me parece que el principal atractivo es encontrar la ocasión para reunirse con la gente cercana —familia, amigos, amores—, reforzar vínculos al compás de alguna melodía, compartir alimentos y anécdotas. Sentirse parte de una tribu, reforzar la identidad.  

Porque todos saben que allí, en ese espacio, con la ciudad a la vista, hallarán gente cuyo ritmo vital se acompasa con el propio. Remite al tiempo ancestral en que el clan se reunía alrededor de la hoguera, para escuchar historias que celebran la vida y atizan los recuerdos.

San Ignacio de Loyola preside la cueva actual (Foto: Benjamín Segoviano)

Por eso la ciudad trepa —literalmente— año con año a regocijarse con el encuentro posible y deseable. Por ello defiende con ímpetu ese paisaje de las asechanzas de mercenarios que desean verlo cubierto de pavimento y explotarlo como emporio inmobiliario y comercial. Por eso se mantiene alerta, para que la autoridad cumpla su promesa de protegerlo.

Y porque aun en los tiempos de pandemia que vivimos, así sea virtualmente, la fiesta sigue presente en el espíritu de los cuevanenses, que voltean a ver sus cerros iluminados con un asomo de nostalgia y la convencida esperanza de que en 2021 todo será mejor y habrá reencuentro con ese jolgorio tribal tetracentenario.