Histomagia

Don Alejandro

Compartir

El campo son los pies que sostienen la nación.

Tomás Moro

Hace tiempo, fui a visitar a una amiga a un pueblito de Querétaro llamado El Sauz. El Sauz se divide en dos: el de arriba y el de abajo, nosotros fuimos al de abajo; pensé que iba a ser una visita más, pero no, ese día me cambió la vida.

El pueblito es pintoresco se ubica cerca de la autopista: de hecho, para construirla les quitaron muchos terrenos, pero bueno, ahí sigue el pueblito con su iglesita pintoresca, sus tradiciones católicas donde hay mayordomos y mayordomas para dar la comunión; las mujeres van cada día al molino para tener listo el maíz y hacer la comida; y las fiestas religiosas son una de las alegrías del pueblo. Casi todas sus calles son empedradas, algunas casas son construidas de obra, pero aún, en ese entonces, había muchas con techos de tejas rojas de barro, o de palmas o carrizos. Las cocinas son de fogón, algunas tienen a gas, pero la mayoría usan fogón y los prenden con las hojas y olotes del maíz, o con leña que los árboles les regalan al darles sus ramas secas que caen por los caminos de tierra, vencidas por las ruedas del tiempo, en el campo no se desperdicia nada. Las casas tienen su pequeña troje que es un cuartito donde le brindan respeto al señor maíz, ahí lo guardan para su uso y el que van a vender a los pueblos cercanos; a veces se hace trueque con los vecinos para poder tener comidas completas basadas en el maíz, frijol, chile y jitomates.

Cuando mi amiga nos invitó a convivir con su familia y entre tíos, sobrinos, y abuelos, no pensé estar tan de cerca de la vida campirana. La casita en donde vive la familia es una casa a ras de piso, el piso de polvo, el baño alejado de los cuartos que fungen como casa, cocina y recámaras. Al principio me pareció que definitivamente no deberíamos de quedarnos ahí, porque al vivir en la ciudad al menos uno espera los servicios básicos, sí estaban, pero no como uno acostumbra. De hecho, el baño recién lo habían puesto, antes -cuentan- iban a la nopalera, lejos de sus cuartos, siempre con el respeto a la casa y a la familia.  

Estuvimos todo ese día y parte de la noche hablando de sus experiencias, contaron sobre su trabajo y de cómo ellos vivieron la escuela; me extrañó y me enojó mucho el saber que los maestros de educación básica les decían que no se preocuparan por aprender más, que ellos solo necesitaban saber hacer cuentas para su trabajo de albañiles o campesinos. Lamentable la educación en esos tiempos, ahora te explicas el porqué del comportamiento de los campesinos, si desde lo básico han sido excluidos de un mundo diferente, para ellos siempre su medio es su vida, no hay otra vida, solo trabajar en las haciendas, donde les llaman cuando hay trabajo, no siempre hay; su ayuda son sus tierritas de donde comen y esperan vivir ellos y sus descendientes.

El trabajo del campo, nos contaron, es colaborativo, toda la familia participa desde la cosecha, pues las hectáreas son familiares, heredadas del abuelo al que el gobierno le dio parte de esas tierras ejidales. Así se comparte la ganancia, pero todos trabajan, desde los niños y mujeres plantando la tierra, hasta ellas mismas nutriendo a los que trabajan con la comida hecha de su propia cosecha, con sus benditas manos que alimentan a los que llegan cansados de la labor. La abuela cocina siempre para todos, y además vende gorditas de maíz con chile para ayudarse a ganar un poco de dinero y apoyar a su familia, sobre todo al abuelo ciego, el ancestro dueño de la tierra.

Entre los parientes de mi amiga, sobresale el tío Alejandro, cuando lo vi, de inmediato me transporté a tiempos antiguos, tan antiguos que imaginé los Atlantes de Tula, sí, el tío Alejandro tenía la forma de la cabeza exactamente como uno de los Atlantes: casi cuadrada, su piel era de bronce supongo que por las quemaduras del sol del trabajo de campo, sus ojos eran vivarachos y profundamente negros, su mirada era ancestral: veía a lo lejos como extrañando esos tiempos lejanos, añorando su historia. Su pelo era negro azabache, lacio, lacio; sus manos grandes ajadas por tanto trabajar; su camisa que en algún momento fue blanca, era gris, la traía desabotonada mostrando su pecho hinchado de aire del campo, y su pantalón estilo taparrabos mostraba sus pantorrillas negras y sus pies ajados vestidos con unos huaraches de llanta. Él casi no hablaba, pero lo poco que habló fue contundente, mostró, sin temor a equivocarme, esa sabiduría antigua de nuestros antepasados indígenas.

Pues bien, en la sobremesa, mis amigos comentaban la importancia de las ciudades y de los, entonces, adelantos tecnológicos que nos hacen vivir de mejor manera en edificios, casas y calles de concreto, las ventajas del horno de microondas, el teléfono celular, la comida a domicilio por vivir de prisa en nuestros trabajos. La mayoría estuvo de acuerdo con ese comentario, incluso algunos de la familia, menos el tío Alejandro quien con su voz gruesa, recia, retumbando en el lugar, dijo: “no jóvenes, la ciudad está alejada de todo lo natural, todo lo quieren de prisa, no hay tiempo para ver la luna, las estrellas, el cómo crece la mata de maíz, de jitomate, de frijol que nos alimenta desde mis antepasados: la agricultura es el arte de saber esperar. El maíz, el frijol y el chile se dan de la tierra, la comida se hace en casa o en el campo con el sabor de las manos que la preparan con amor y cuidado para su familia. Nos levantamos con la luna de la mañana. Aquí las mañanas son distintas. La luna y el sol se unen cada amanecer, y aunque es luna negra sabes que está ahí, que nunca deja solo al sol, y solo se tocan cuando hay eclipses, están separados, pero unidos a la vez. Los colores aquí son vida: el verde del campo, el amarillo para la cosecha, el azul del cielo, del agua, el gris de las nubes cargadas de lluvia, el café de la madera que nos da la herramienta para arar y cosechar y el combustible para poder comer. Los asados de la ciudad son la remembranza de sus orígenes cuando hacían su comida acá, cuando cazaban, plantaban y cosechaban ustedes. Sabemos quiénes somos: somos vida, el equilibrio que da de comer a todos. El beneficio es que aquí hay mayor sentido de comunidad y siempre se ven las estrellas y se respira aire puro.

Nunca se les olvide que la ciudad es ciudad, lo que da es la ciudad misma, el campo no es ciudad, el campo es cuidad: él es el señor que la cuida a ella, es el esposo que lleva “el chivo” (el dinero para la casa), que la mantiene, que la cuida, nomás que ella no lo sabe, a ella la pierden las luces de la ciudad, y se olvida de las luces del campo, las estrellas. Tal vez algún día la ciudad despierte y agradezca al campo sus cuidados. El cielo nos protege a la ciudad y al campo. El campo y la ciudad hacen eclipse al unirse por la agricultura, en el momento del trueque, en el momento de comer lo natural.

Aquí la lluvia golpea el techo y su aroma se expande por todos lados; el olor a comida recién hecha también; siempre el canto de los pájaros nos recuerda cada día que la vida de campo es buena. Aquí cada estación tiene lo suyo: la primavera el sol, el verano agua, el otoño bruma y hojas para alimentar la tierra, el invierno el frío, todas nos narran el renacer de la tierra. El sol madura al bendecir la cosecha. La naturaleza crea los frutos para plantar semillas nuevas. Los cambios son beneficiosos para todo, por eso nace y crece la naturaleza, ella usa lo que tiene, lo que es, y produce nuestros alimentos. Aquí lo temporal es permanente: es la guía para saber cuándo plantar y cosechar, reconocer que hay personas que hacen lo realmente importante: los campesinos, para que no falte comida en casa de alguien, de nadie, de ustedes”. Dijo esto y siguió comiendo con parsimonia, como si no hubiera prisa, de hecho, no la había…de hecho, creo que él es un mensajero que quiso que hoy narrara esta historia para recordarnos el amor del campo a la ciudad.  

Todos sin excepción nos quedamos callados, hipnotizados por esa figura, ahora imponente, que nos daba una lección de amor a nosotros mismos, a la naturaleza, y el agradecimiento a ella, la tierra que nos da todo, hasta árboles y oxígeno, incondicionalmente.  

De regreso en el auto, en verdad jamás pensé que sería testigo de la sabiduría ancestral de la boca propia de un descendiente directo de los toltecas, porque el tío Alejandro lo era, su raza era tolteca los que ayudaron con cosechas, arando la tierra; ellos decían que Quetzalcóatl era el creador de la agricultura, por ello es que las cosechas desde esos tiempos, si hablas con amor a la tierra, son abundantes, para que no falte nada en la casa de nadie, tal y como lo dijo el tío Alejandro.

Nunca supe si ese era su nombre original, yo pienso que él lo cambió para evitar que lo molestaran en la ciudad a donde llevaba la cosecha en su burro, a veces se iba cargando él mismo las hortalizas en su mecapal a los pueblos cercanos como Pedro Escobedo, y siempre regresaba con su dinerito para ayudarse en su soledad.

No sé, pero creo que la vida como la narró Don Alejandro es el origen de la vida social de todos, en colaboración, trabajamos juntos para comer y vivir de y con la naturaleza. Sí, la ciudad es un monstruo, pero lo que es verdad es que, si abandonáramos las ciudades, la naturaleza en poco tiempo tomará lo que es suyo, porque la tierra está debajo, esperando ser reconocida, no tapiada. Creo que si vemos la ciudad como una carpeta en la mesa principal, el campo es el valor de compartir lo que produce: es el desayuno, comida y cena de cada persona en este mundo, y como dice don Alejandro, lo menos que podemos hacer es agradecerle a cada campesino su trabajo que con sus manos da frutos y desde siempre se ha dedicado, de manera imperativa, a CUIDAD la ciudad, ese, en palabras sabias de Don Alejandro: es su labor infinita, desde los ancestros hasta la mañana de luna del día de hoy.