Desarrollo y justicia, en equilibrio con la naturaleza, buscan los campesinos.
En la comunidad Llanos de Santana, sobre el camino que conduce a la Montaña de Cristo Rey, Andrés Hernández Quintana ha creado un invernadero de plantas de ornato y medicinales, así como un apiario, y un laboratorio donde elabora diversos productos derivados de la miel.

Hace 25 años, la zona, de aproximadamente unas 10 hectáreas, estaba llena de yerbas, nopaleras y flores silvestres, para cualquier citadino el entorno podría parecer difícil, tosco, agresivo, para el campesino era la oportunidad de soñar, de crear un futuro mejor.
En ese entonces, Andrés imaginó escenas diferentes al paisaje casi seco, en apariencia improductivo, que tenía frente a su vista; así, comenzó a ver en forma poco clara, nebulosa, lo que en realidad deseaba alcanzar: un sitio donde el crecimiento económico y el desarrollo social, con respeto a la naturaleza, caminaran juntos.
La ruta parecía difícil, inalcanzable; sentía que estaba solo, que nadie comprendía sus “locas” ideas, además, comenzaba a librar una batalla, la del sueño americano; alguien le había comentado que lo mejor era dejar todo, irse al otro lado, “donde hay harta lana” , según le dijeron; esa idea rondaba su cabeza, y claro, lo llegó a deslumbrar . Tener mucho dinero, y divertirse, por allá, lejos de miradas indiscretas, parecía ser algo más interesante que hacer producir una zona aparentemente árida.
Al entonces joven campesino se le alborotaron las hormonas con ese pensamiento, la frase “harta lana”, pronunciada por otros jóvenes que habían regresado de California, revoloteaba en su mente como un demonio; algunos años antes ya había derrotado a otro demonio: el alcohol, pero el nuevo pensamiento tomaba fuerza en su vida. “¿Qué se sentirá tener mucho dinero?”, pensó, y se vio con una buena” troca” y una buena vida, ideales de todos los que se animan a cruzar el Río Bravo, como indocumentados. El deseo de más aventuras parecía ganarle terreno a la tranquilidad que le ofrecía su propia tierra. Su vida ya había tocado fondo con el alcoholismo, ese fue el punto que contuvo sus ansias, vio esa zona llena de yerbas, nopaleras y flores silvestres; también apareció en su mente la figura de Elvira, su joven esposa y tomó la decisión que cambió su destino, porque, ya no deseaba caer más abajo.
EL PRINCIPIO
Por aquél tiempo, la Organización de las Naciones Unidas y el gobierno mexicano tuvieron la inquietud de regenerar la cuenca del Río Lerma – Chapala, para ello, convocaron a campesinos de: Mesa Cuata, La Concepción, Joya de Lobos, Agua Colorada y Santa Ana, comunidades rurales de la misma zona a la que pertenece Llanos de Santa Ana. De aquellas reuniones surgió el proyecto de reforestar con pinos toda la región. Fluyeron los recursos, también las plantas de pinos; los árboles crecieron pero pronto quedaron secos. Los trabajadores del campo bien lo sabían, los pinos, al no ser plantas nativas, no resistirían el fuerte clima, lleno de sol y poca agua, donde solo pueden crecer nopales, magueyes, cazahuates – esos árboles de mediana altura que producen una flor blanca – , y otras plantas resistentes al calor y la sequía; con este fracaso, la mayoría de los campesinos se desesperaron porque deseaban tener resultados de forma inmediata, y optaron por seguir el espejismo del “sueño americano”.
Hace 25 años, como ahora, tener una buena “troca” y “harta lana” son ideas que, a pesar de varias historias trágicas, deslumbran a los jóvenes; por ello, Andrés volvió a dudar ; todos sus hermanos ya estaban en “el otro lado”, solo faltaba él ; decidido a seguir sus pasos, arregló algunas cuantas cosas, lo que cupiera en una pequeña mochila, ya estaba listo para irse, y casi de última hora, reapareció la figura de su compañera de viaje en esta vida: Elvira González Camarillo; no hubo palabras, solo un cruce de miradas, y Andrés se quedó.
Así comenzó todo, ahora, después de varios cursos en Cuba, de sortear la pandemia y de mucho trabajo, Andrés y Elvira, con el apoyo de unas eficientes colaboradoras – las abejas – han construido un pequeño Edén y transmiten sus conocimientos a otros campesinos del país, porque ambicionan una sociedad más justa.
“Me imagino – dice él – un Guanajuato “donde todos podamos vivir en armonía, donde todos seamos felices con lo que nos ofrece la tierra, lograrlo será difícil, se requiere romper con las inercias, el conformismo, la fatalidad”.
Su forma de pensar parece ser una idea loca, pero en este tiempo, su inocencia es tan necesaria como la de los locos del pueblo y tan ejemplar como la de muchos héroes cotidianos.
Elvira, su compañera de viaje, parece compartir la utopía con una sola frase:
“¡Benditas locuras y terquedades!”.