Resulta que el INEGI, con esa molesta costumbre de medir la realidad, anuncia que la pobreza en México bajó. Sí, leyeron bien: menos pobres. Y claro, el país se sacudió. Los de la 4T andan de fiesta, listos para poner la banda sonora de “misión cumplida”. Los analistas serios, esos que siempre encuentran el “pero” en cualquier frase, aceptan el avance, aunque aclaran: “no se emocionen, aún falta mucho”. Y los neoliberales… bueno, esos están que se les atora la bilis: reconocen la reducción, pero con la boca llena de sangre, como decían los abuelos, porque, claro, reconocer logros ajenos no está en su manual.

La escena es casi cómica: todos coinciden en que sí hay menos pobreza, pero cada quien lo matiza según su color de corbata. Como si la pregunta no fuera “¿bajó la pobreza?”, sino “¿a quién le conviene decirlo a su manera?”.
Lo cierto es que México, históricamente, ya nos había acostumbrado a ciclos de euforia fugaz como el gobierno de Lázaro Cárdenas y derrumbe. Que si la Revolución prometía justicia social y acabó en monopolio político de 71 años. Que si el “milagro mexicano” fue eso: un truco de mago que terminó con el conejo muerto en la chistera. Y luego, el modelo neoliberal (1984–2018), que juraba que si dejábamos la economía en manos privadas habría riqueza para todos.
¿El resultado? Un puñado de multimillonarios felices, millones de pobres rascándose con sus uñas, y el país convertido en la caricatura de un “sálvese quien pueda”.
Y ahí están los datos: la UNAM calculaba que, gracias al neoliberalismo puro y duro, la pobreza extrema se habría disparado a 38 millones en 2020. Programas como Coplamar, Solidaridad, Progresa o Bienestar eran apenas curitas para un país desangrado. Mientras tanto, el discurso clásico de las élites era repetir mantras de autoayuda: “no le des pescado al hambriento, enséñale a pescar”. Claro, siempre y cuando el río, la caña y hasta el pez fueran propiedad de algún corporativo transnacional.
Ahora, con la 4T, los resultados empiezan a mover las piezas. Y sí, buena noticia que haya menos pobreza, si son 10 o 13 millones de mexicanos no es poca cosa. Pero tampoco se trata de salir corriendo a canonizar al expresidente a la Ejecutivo en turno ni a aceptar que el poder se concentre de nuevo en un solo partido, con el pretexto de “los pobres primero”. Ya tuvimos un PRI que juraba eso mismo y duró siete décadas administrando la miseria.
La ironía es que el discurso neoliberal —ese de que “más Estado = más corrupción”, de que los programas sociales son “barriles sin fondo”— se está desmoronando frente a la evidencia. Y mientras tanto, lo realmente urgente no cambia: necesitamos continuidad, vigilancia férrea contra la corrupción (sí, también la de los “nuevos salvadores del pueblo”), y una reforma fiscal que, ahora sí, no sea escrita con tinta invisible.
Porque, al final, la pobreza disminuye… pero la desigualdad, la soberbia y la tentación de eternizarse en el poder nunca se van de vacaciones. Y eso, créanme, ni el INEGI lo mide.
Lo fundamental es no perder de vista el compromiso colectivo de cuidar ese ritmo, de evitar la complacencia, y de buscar nuevas rutas de rescate y justicia social para quienes todavía aguaran soluciones.
En 1996, Julieta Campos —escritora, analista, cubana de origen y mexicana por convicción, además de esposa de Enrique González Pedrero, entonces gobernador de Tabasco— publicó un libro que puso el dedo en la llaga: ¿Qué hacemos con los pobres? En él, advertía que la gran deuda de los regímenes emanados de la “Revolución” era precisamente la pobreza estructural del país y la falta de opciones reales para revertirla.
Hoy, casi tres décadas después, y frente a los nuevos datos sobre la disminución de la pobreza, la pregunta podría reformularse con un guiño irónico: ¿qué hacemos ahora con los neoliberales?
Campos, desde su experiencia junto al gobernador más progresista de la historia tabasqueña, insistía en que las “modernizaciones” de México no podían seguir siendo diseñadas por las élites políticas y económicas —esas mismas que siempre daban la espalda al país profundo y pobre. Su propuesta era clara: reconciliar pasado y futuro, construir “un país donde quepan todos”, del norte, del centro y del sur, y proyectar un mundo incluyente.
Con la lucidez que la caracterizaba, calificó como un escándalo moral e imperdonable fracaso que la mayoría de los mexicanos apenas sobreviviera en condiciones de pobreza ofensiva: sin empleo digno, sin seguridad social, con hambre, mal alimentados y atrapados en una desigualdad tan brutal que dejaba poco margen para la esperanza.
Ahora, quizá, el momento de una revisión no nos caería mal a todos, especialmente en la 4T para no traicionar la confianza de los pobres en sacarlos de su condición.
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