El espacio de Escipion

Una reforma electoral, fin a los negocios… ¿y derecho de las minorías?

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Todo a su tiempo, todo a su medida, cada régimen tiene sus particularidades de dejar un sello para la historia. Y este momento podría ser uno más, en que apocalípticos e integrados comienzan a marcar la agenda. Es el inicio del debate de la próxima reforma política de gran calado que llevará el sello de Claudia Sheinbaum: la electoral.

Se antoja una larga polémica por los puntos medulares que habrá de tocar y que la partidocracia se niega a ceder: primero, recortar el financiamiento y ponerle candados a los claroscuros procesos internos y externos de campañas, las cuales hasta ahora sólo unos cuantos pueden costear una de éstas y hacerla exitosa; segundo, un tope al partidismo como negocio familiar y un polémico acotamiento a las representaciones plurinominales, que por ahora más que un derecho a tener minorías parecen una concesión a los dueños y las elites de los partidos políticos, a quienes se les evita pasar por el desgaste de una campaña formal.

Las discusiones actuales en torno a la reforma electoral traen consigo un cúmulo de preguntas imprescindibles para entender la complejidad y los retos del sistema democrático mexicano. Más allá de los cambios técnicos o de los intereses de cada partido, cabe preguntarse: ¿Cuál es realmente el costo de la democracia en México? Porque la democracia no sólo es el ejercicio individual de sufragar por un candidato y partido, sino el sistema de partidos, la estructura de cada instituto político, el gran aparato burocrático llamado Instituto Nacional Electoral fundado desde la desconfianza del fraude, y lo que implican los gastos diarios de cada actor político por destacar.

En cifras monetarias, de acuerdo con el estudio El costo por hacer política en México (2025) de Miguel Ángel Lara Otaola, Maite Zinser Almanza y Octavio Mancebo del Castillo Sosa, tan solo “para una diputación federal el gasto es de $487,404.60 pesos. Se trata de un costo promedio: las campañas exitosas usualmente requieren de casi del doble de inversión, específicamente de $823,393.20 pesos”, cuando el INE marca un límite de $2,203,262 para las campañas a diputaciones, y de $329,638 pesos para precampañas. Entonces, ¿cuánto cuesta una campaña para gobernador y cuánto para la presidencial?

Por supuesto, estas son cifras inalcanzables para los ciudadanos comunes que deseen participar en una elección obligan a buscar apoyos que no son auditables, sean de factores de poder económico o del poder fáctico del crimen organizado. Dinero para darse a conocer, tener un nombre de referencia más que una base social de apoyo.

La popularidad como uno de los tantos elementos para la selección de candidato dentro de un partido es un asunto respetable; sin embargo, cuando éste se convierte en el elemento único tomar la decisión, debe ser motivo de reflexión y análisis profundo por las desviaciones que puede traer para una sociedad, como la nuestra, que aspira a ser democrática, libertaria, madura y consciente al elegir a sus representantes y gobernantes. Esta tendencia ha transformado la naturaleza misma de la representación política, donde la búsqueda de reflectores y seguidores en redes sociales ha desplazado la deliberación seria y el compromiso con las verdaderas necesidades ciudadanas.

La dinámica política, distorsionada por la obsesión de figurar, ha provocado que la gestión pública se reduzca a la escenificación y a la inercia del espectáculo, dejando de lado la reflexión crítica y el diseño de políticas de largo aliento. En este contexto, los partidos y sus figuras han cedido terreno en la construcción de propuestas, priorizando el impacto mediático inmediato sobre la responsabilidad histórica de enriquecer el debate público.

El capital político dejó de medirse por la solidez de las ideas o la legitimidad del diálogo plural, y comenzó a girar en torno al trending topic de turno. Así, la ciudadanía asiste al espectáculo de una democracia de apariencias, donde el fondo de los asuntos nacionales queda sepultado bajo titulares llamativos y controversias efímeras.

¿Nos hemos limitado a la construcción de un sistema electoral sin avanzar en la edificación de auténticas instituciones democráticas? En este contexto, cuestionar si la consolidación de la democracia mexicana reducirá los costos asociados y permitirá culminar la transición hacia un régimen de gobernabilidad democrática cobra relevancia. Al mismo tiempo, surge la duda de si es posible alcanzar la madurez democrática en un país marcado y dividido por profundas desigualdades sociales.

Todos podríamos estar de acuerdo en que se requieren ajustes, límites y frenos a quienes han abusado de la “democracia comercial”. Sin embargo, no debe perderse de vista que lo que está en juego no es menor. La tentación de reducir la democracia a una cuestión de números y mayorías absolutas ha encontrado terreno fértil en la narrativa oficial, mientras que las minorías, tradicionalmente marginadas y apenas toleradas en los márgenes del espectro político, ven esfumarse las garantías de representación genuina. La pluralidad, piedra angular de cualquier sistema democrático maduro, corre el riesgo de convertirse en simple ornamento.

Por otro lado, las voces de la oposición, entre ellos los 22 ex consejeros del INE y un gran número de comentócratas, en lugar de anticipar un nuevo apocalipsis del sistema democrático mexicano tendrían mucho bien le harían al país y a sus militantes y seguidores en aportar ideas para la nueva reforma que no están contemplados en la iniciativa de Sheinbaum como son:

  • Cómo evitar la infiltración del crimen organizado en los partidos y las postulaciones, con creaciones de unidades de investigación y comisiones de ética por partido político;
  • Cómo evitar el surgimiento de “partidos- negocios” y sanciones ejemplares a los “partidos bisagras”;
  • Impulso a nuevas figuras de participación política con auténticos representantes populares, como son los “parlamentos ciudadanos”, en lugar a las Asociaciones Políticas Locales, las cuales muchas de ellas se fundan a partir de la compra de bases de datos y de credenciales de elector.
  • Un estricto mecanismo de regulación político- partidista a los partidos minoritarios, los cuales tengan candados para el chapulineo, la postulación de figuras populares (compradas, como el caso de exfutbolistas, youtubers o estrellas de la televisión).
  • Contención al ejercicio de las franquicias partidistas locales, donde las postulaciones son vendidas al mejor postor sin importar ética, trayectoria o capacidad política.
  • Límites y sanciones a quienes utilicen espacios en medios públicos para fines personalistas o partidistas, lo cual parecía haberse acabado pero que se ha llegado a desbordar en lo absurdo.

En fin, son muchas las limitaciones y controles que deberían establecerse. El futuro de la representación política en México, entonces, se debate entre la eficiencia administrativa y la preservación de la diversidad ideológica. El verdadero reto será articular una reforma capaz de equilibrar la austeridad con la inclusión, el control de los excesos partidistas con la apertura a nuevas voces, y el reconocimiento de que, sin minorías, la democracia pierde su sentido más profundo.

Efraín Huerta, El Cocodrilo, uno de los poetas más citados y rememorados en México hace referencia a su participación política y como miembro activo del Partido Comunista Mexicano, en un verso que hoy tendría mucho qué decirles a aquellos militantes de la clandestinidad porque el Estado les negaba su reconocimiento.

“A mis/ Viejos/ Maestros/ De marxismo/ No los puedo/ Entender:/ Unos están/ En la cárcel/ Otros están/ En el/ Poder”.

En aquel México de la clandestinidad, ser comunista no solo implicaba una ideología, sino cargar con la sombra de la exclusión y la sospecha. Los versos de Huerta vibran con la urgencia de quienes, privados de derechos básicos, encontraban en la poesía y la resistencia colectiva una vía para exigir reconocimiento y equidad. Así, la memoria de estos militantes resuena aún en los debates contemporáneos sobre la pluralidad democrática, recordando que no basta con el simple conteo de votos, sino con la inclusión genuina de todas las voces.

Esta situación, sin duda, la recordará bien Pablo Gómez Álvarez, uno de los cuadros más calificados en materia legislativa y democracia participativa emanado directamente del legendario Partido Comunista Mexicano y ahora comisionado presidencial para llevar a buen puerto la reforma electoral de Claudia Sheinbaum Pardo.

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