Estos días de lluvias intensas me han devuelto recuerdos incómodos: las inundaciones que arrasaron Tabasco en 2007 y 2008. No fueron tormentas cualesquiera: en 2007, más de un millón de personas resultaron afectadas, al menos 300 mil perdieron su hogar y el 80% del estado quedó bajo el agua. Villahermosa, convertida en una ciudad sumergida, dejó imágenes que aún pesan en la memoria colectiva.
Muchos se preguntaban si la recuperación era posible o si Tabasco sería el primer aviso de la factura climática que México tendría que pagar. Carlos Pellicer, siempre preciso, lo escribió con poesía: “Agua de Tabasco vengo, agua de Tabasco voy…”. Esa mezcla de orgullo y dolor describe a la perfección lo que vino después: miedo a reubicar municipios enteros, pero también la terquedad de un pueblo que, entre bordos, dragados y sistemas de alerta, se negó a hundirse.
Cuando parecía que las desgracias se habían mudado, llegó Otis. El huracán de 2023 alcanzó categoría 5 en horas y destrozó Acapulco. El saldo: más de 50 muertos, cientos de desaparecidos, hoteles y viviendas reducidos a escombros, y daños por 350 mil millones de pesos. Pero claro, ahí también apareció el ingrediente infaltable: la corrupción política. Porque si algo nos une como país, es la certeza de que, venga de donde venga, el partido siempre se moja de último.
En 2025 vivimos el año más lluvioso en el Valle de México. Entre nubes eternas y tormentas atípicas, el suelo citadino no aguanta más. Baches, grietas, canales subterráneos improvisados… y la reacción de siempre: culpar al gobierno. Es nuestra terapia colectiva, mucho más cuando los memégrafos atizan con veneno a las figuras visibles del gobierno. El agua nos llega al cuello, pero el dedo siempre apunta hacia arriba, nunca hacia nosotros.
Por supuesto, hay responsabilidad de autoridades en preparar más presupuesto para drenajes, construir corredores verdes y evitar las pérdidas humanas y materiales, mucho más cuando sabemos que estos cambios climatológicos seguirán golpeando y afectando nuestros territorios.
Decimos que es culpa de “los de arriba”, pero seguimos conduciendo SUV contaminantes, fumando, comprando plásticos que tardan siglos en desaparecer y, por supuesto, dejando todo a la intemperie para que las anegaciones sean más efectivas. Queremos cielos azules, pero sin renunciar al aire acondicionado ni al café en vaso desechable. Y mientras tanto, la naturaleza cobra intereses por años de indiferencia.
El problema, por si alguien lo olvidó, no es exclusivo de México: en 2024, la “dana” en Valencia dejó más de 200 muertos; en julio pasado, Texas sufrió inundaciones mortales. Los desastres no piden pasaporte ni preguntan tu nivel socioeconómico: llegan, mojan y arrasan.
Con el agua hasta el cuello, ya no hay vuelta atrás: nos toca aprender a nadar. Y no hablo de natación olímpica, sino de conciencia. Educación ambiental en serio, desde niños hasta adultos, incentivos reales para dejar el petróleo atrás, consumo responsable y energías limpias.
¿Pero habrá voluntad para que Claudia asuma ese papel como una PresidentA contra el cambio climático?
Porque esperar a que el gobierno lo resuelva todo es tan absurdo como creer que un bache en CDMX se arregla con rezos. O nos ponemos serios, o seguiremos escribiendo estas crónicas bajo la lluvia, con tono épico… y un paraguas roto.
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