Desde hace décadas, la historia de PEMEX no se escribe con petróleo, sino con jeringas políticas. Cada sexenio, sin excepción, se ha dedicado a extraerle no solo crudo a los yacimientos, sino también solvencia a la empresa, como si fuera una vena abierta lista para calmar los antojos del poder. Gobiernos tras gobiernos, populistas o neoliberales, como comensales insaciables en una fonda de lujo, aprovecharon la riqueza de la petrolera para tapar sus propios hoyos financieros, hacer negocios partidistas y personales, alimentar clientelas políticas y sostener esa red de intereses que siempre encuentra dónde enchufarse.
Hoy, el país se estremece ante el tema del huachicol, y las huestes del PRI y del PAN claman justicia, exigiendo sangre y responsables en la palestra pública. Apuntan sus lanzas hacia el grupo en el poder y su jefe máximo, Andrés Manuel López Obrador, a quienes acusan de orquestar la más grande operación de inteligencia policial y marítima militar que recuerde la memoria nacional.
La voracidad por sacrificar cabezas es antigua, pero resulta irónico que quienes ahora exigen cuentas sean los mismos que, durante años, cultivaron los vicios que hoy denuncian. Escupen al cielo, mientras olvidan que bajo sus propios gobiernos la ética fue moneda escasa y la rendición de cuentas, un espejismo. El ciclo de la corrupción, entonces, se revela como una serpiente que se muerde la cola, y el pueblo observa, preguntándose si alguna vez la justicia será algo más que un ritual vacío en la piedra del sacrificio nacional.
¿Acaso se olvidaron de que, este festín, comenzó con José López Portillo? El presidente que se creyó dueño de la abundancia y terminó con la resaca más cara del país y que, por sus excesos y derroches financieros, abrieron el paso a los “Chicago Boys”, el grupito que llegó a salvar la quiebra de las finanzas nacionales. Bajo su sombra brilló —por poco tiempo— Jorge Díaz Serrano, ingeniero petrolero, hijo de la Revolución y de la educación cardenista, que prometía una época dorada con el boom petrolero y resultó una pieza desechable, sólo para enriquecer a la familia presidencial.
Pero sin el manto protector del presidente que leía a Hegel a los diez años, Díaz Serrano fue arrojado a los lobos: desaforado, acusado de comprar dos barcos gaseros belgas tan grandes que no cabían en nuestros puertos. Y como buena tragicomedia mexicana, se dijo que detrás de aquella compra estaba Alicia López Portillo, la hermana del presidente. Porque si algo caracteriza al saqueo de PEMEX es el toque familiar: negocios en confianza.
Ah, pero qué tal los del PAN, supuestos gerentes capaces de levantar a la nación hacia un futuro muy prometedor. Durante los sexenios de Vicente Fox y Felipe Calderón, la corrupción alcanzó un nivel tan luminoso como los precios del petróleo en el Golfo Pérsico. El barril mexicano trepó hasta los 106 dólares, llenando las arcas nacionales con cerca de 7 billones 753 mil 200 millones de pesos entre 2000 y 2012. La Secretaría de Hacienda juraba y perjuraba que ese dinero se destinaría a “infraestructura, desarrollo comunitario y combate a la pobreza”.
La realidad fue otra: los recursos se esfumaron como vapor de gasolina en día caluroso. Transparencia brillando por su ausencia, políticos de entonces hoy clamando por el INAI como si hubieran sido sus más fieles defensores, y el pueblo, una vez más, preguntándose dónde quedó la riqueza obtenida en ese periodo, que, por cierto, fue mucho más abundante que la de la era de JoLoPo. Cuentas, señores del PAN: ¿Dónde quedaron esos millonarios recursos?
Nadie supo nunca el destino final de esas fortunas ni el paradero exacto de los directores petroleros del foxismo y el calderonismo. Bueno, uno murió. Los otros siguen siendo un misterio. ¿Alguien los investigó? Claro que no.
Y tampoco hubo investigación de una industria criminal que nació con ellos: el huachicol, el robo de combustible, la extracción ilegal para favorecer gobiernos estatales de su partido y sobre todo, empresarios gasolineros de apellidos españoles de Campeche, del Bajío, de Puebla y de Tamaulipas. Nombres alrededor del Divino y casas de juego salieron a relucir, lo mismo que marinos al servicio de la protección de candidatos del PAN, cuyos apellidos ahora son muy conocidos en las primeras planas nacionales.
Y así, sin respuestas ni culpables, la ordeña continuó como si nada y los huachicoleros se volvieron cárteles tan poderosos como los del narcotráfico, el secuestro, los traficantes y tratantes de personas. El país entero viendo cómo la empresa estatal, joya energética de América Latina y sostén de las finanzas públicas durante décadas, se desangraba en silencio. El verdadero dueño —la sociedad mexicana— reducido al papel de espectador, mientras la soberanía energética desaparecía en cámara lenta.
Regresó el PRI al poder; llegó Enrique Peña Nieto con Emilio Lozoya como copiloto de lujo. Dos júniors que hoy resuenan como sinónimo de turbulencia. Cuando se hicieron cargo, el barril aún cotizaba en 105.89 dólares, pero la fiesta duró lo que un suspiro: pronto cayó a 87.22, luego a 43.58, y finalmente se desplomó a 18 dólares. La coincidencia fue tan “oportuna” que parecía escrita por un guionista de Televisa: caída internacional de precios más explotación fiscal interna más ausencia de inversión = escenario perfecto para impulsar la Reforma Energética. Qué casualidad que la crisis financiera de PEMEX pareciera diseñada para allanar el camino.
Pero no solo los presidentes se han dado un banquete. El sindicato petrolero, viejo conocido de militancia priista, también tiene enterrado el colmillo en la empresa desde hace décadas. De sobra conocido el tráfico y venta de plazas, el abandono de las bases obreras, el enriquecimiento de sus líderes arropados en uniformes cardenistas, pero con carteras millonarias. El Pemexgate del año 2000 fue un ejemplo de manual: 1,500 millones de pesos desviados directamente de la petrolera para financiar la campaña presidencial de Francisco Labastida. Una aportación “voluntaria” que dejó claro que en PEMEX se exploraban más yacimientos de corrupción que de hidrocarburos. Y si esto nos abrió los ojos, imagínense que los panistas le dieron más de 7 mil millones por retrasos al sindicato y que no hicieran ruido con las reformitas que querían meter a las leyes energética y de empresas paraestatales.
Andrés Manuel llegó con la promesa de recuperar la soberanía energética. Habló de rehabilitar refinerías, invertir en nuevas plantas, fortalecer la exploración y reducir la dependencia de las importaciones. Sonaba a redención nacional: devolver al pueblo lo que era suyo, cambiar la lógica de despojo por una de aprovechamiento colectivo. Primer presidente de una entidad netamente petrolera, Tabasco, tenía mucho que dar y bueno, aun con la experiencia de los daños al medio ambiente, la pesca y la agricultura provocados por la contaminación de las actividades petroleras, dejó una nueva refinería en Dos Bocas.
Pero ahí estaba, enredada entre los ductos, la hiedra venenosa de la corrupción de décadas. Herencia que ni con discursos mañaneros se corta de raíz. Hoy se presume que se actúa para desterrarla, aunque la pregunta incómoda flota en el aire: ¿terminaremos celebrando un triunfo real, como se celebró el supuesto fin del huachicol, o nos resignaremos a la “refuncionalización” de los mismos verdugos de siempre con uniforme nuevo?
Por lo pronto, preocupa mucho el caso de los marinos de alto rango como cabezas de las operaciones del huachicol fiscal. Aunque no es el primero, pues uno de esos episodios, que merece ser rescatado del olvido, es el que involucra al Almirante Mauricio Scheleske y a su hijo, un caso paradigmático de cómo las redes de complicidad pueden penetrar incluso en las instituciones que deberían simbolizar disciplina, honor y servicio a la patria. Pero esta es historia de otra entrega.
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