Son seres oscuros. Anómicos, es decir, espontáneos, fugaces, producto de la anomia social. Su misión no es construir sino destruir, son antimonumentos, antirriqueza, antitodo; no demandan nada, pero sí estropear la agenda de otros, ni siquiera tienen claridad de una ideología política, pero sí logran descarrilar objetivos de la protesta social legítima, de las izquierdas sociales o universitaria o reivindicativa. Lejos están de una izquierda revolucionaria o del radicalismo, porque no hay objetivos políticos ni fundamentos ideológicos. Se dicen anarquistas, pero no en el concepto nato de las ideas de Bakunin, Kropotkin, Proudhon o Errico, sino en íconos disruptivos propios del postmodernismo como personaje de una película guasona holliwoodense.
Su estética del caos es su única bandera. Las capuchas negras, las bengalas, los martillos, los vidrios rotos y las pintas sin ton ni son, se vuelven su lenguaje público, sin llegar a ser siquiera mini antisistémicos. Pero no hay trasfondo, solo performance de la destrucción. Y aunque se unen a las protestas sociales, su participación se vuelve el principal distractor y su violencia el punto de atracción mediática y de las ansiosas redes sociodigitales en busca de sangre para viralizar, porque lo que es inobjetable: son provocadores, buscan represión, quieren ser víctimas, un encarcelamiento es una medalla en su historial de rebeldía (y delincuencial).
Mientras el movimiento social busca reformas, justicia o memoria, ellos buscan la viralidad de la destrucción en las redes sociodigitales. El acto violento se convierte en espectáculo, en transmisión inmediata para redes, en símbolo vacío de un supuesto enojo colectivo. Mas no hay catarsis, ahora hay objetivos claros para saquear, manosear y el agasajar, encubiertos en pañuelos, bufandas o pasamontañas negros.
El 26 de septiembre, el 2 de octubre, el 12 de octubre, las marchas feministas, las convocatorias a protestar contra abusos de poder, contra el Estado autoritario, contra la impunidad, contra crímenes de lesa humanidad, ya no son fechas reivindicativas, sino días para convocar anónimamente en grupos de redes sociodigitales y buen pretexto para irrumpir, infiltrarse, sabotear, robar y atraer los reflectores, convirtiéndose en operadores del “pánico moral” del sistema que dicen combatir. Así lo hicieron cuando se hacía llamar “Frente de Liberación Animal”, así cuando algunos se refugiaron en la infinita red de Anonymous y, curiosamente, así lo hacen los cárteles cuando convocan a sus bases sociales de apoyo a desquiciar, bloquear o victimizarse ante el Ejército o la Guardia Nacional.
De ahí que surjan dudas de dónde vienen y quién les dota de las “armas de lucha”, martillos y palas nuevecitas, cientos de pinturas en aerosol, petardos y el timing político para saber distraer la atención y objetivo central de las movilizaciones. Ningún medio citó el discurso del 68 ni la convocatoria nacional del comité organizador, por citar un ejemplo reciente. Ya nadie cita a los padres de los 43 de Ayotzinapa, ni el posicionamiento de las feministas, ni las demandas de los líderes sociales asesinados en los últimos diez años, ni mucho menos citan al dolor y clemencia de las familias víctimas de desaparición forzada.
Hay dudas razonables de qué buscan y quiénes los mueven. Además, ¿Por qué sólo acuden a las manifestaciones de grupos de izquierda y nunca a una de las derechas del PAN o de los “chalecos amarillos” o las extremas derechas como las que hiciera el fantasmal FRENAA?
En las marchas, su irrupción no suma, resta. Aplasta las consignas legítimas bajo la narrativa del miedo. Son los primeros en ser fotografiados, los más citados en titulares, los que alimentan la idea de que toda protesta es vandalismo. De ese modo, sin saberlo —o quizá sabiéndolo—, se vuelven el mejor aliado del lado autoritario del régimen que dicen detestar: el que necesita deslegitimar la calle.
Detrás del fuego y las pintas, no hay un proyecto de mundo nuevo, sino el placer de destruir el que existe en lo cercano e inmediato. En eso son profundamente contemporáneos: hijos del desencanto, de la era del like, del instante y una nueva cepa de delincuencia juvenil. No militan, se expresan; no organizan, estallan. Son la traducción física de un malestar sin causa y de una rebeldía sin horizonte. No se asumen izquierdistas, ni revolucionarios, ni estudiantes, ni sindicalizados. No hay organización detrás de sus pasos, solo la intuición de la furia. Actúan como enjambre: se convocan sin conocerse, aparecen sin previo aviso y desaparecen entre las cortinas de humo blanco que les lanzan “sus represores” antes de que los manifestantes comprendan lo ocurrido, pues para entonces han huido o han callado.
Ante el anonimato, ante las máscaras, ya comienza a preocupar a más de un grupo o colectivo de las izquierdas; no para legitimar el uso de la fuerza de las autoridades para contenerlos, no para llamar a la represión selectiva, sino para deslindarse y llamar a los medios a dejar el espectáculo y evitar engordarles el caldo a estas organizaciones que, cuando menos desde hace tres lustros, han venido operando desde la oscuridad, tanto en México como en otras ciudades del mundo.
No es revolución, es ruido. No es resistencia, es un espejo de la desesperanza colectiva, nuestra anomia como país, la que no podemos negar ni voltear a ver. Y ese quizá sea el principal problema: estas expresiones crecerán mientras las mismas izquierdas no asuman la autocrítica, la inclusión y retomar las banderas de lucha que se han perdido.
Las izquierdas sociales ya no sólo los descalifican, sino que los quieren lejos de sus expresiones; las autoridades y comentócratas ubicadas más a la derecha los usan como justificación para estrenar aparatos de represión y contención social y los medios los convierten en portada porque vende, así se desvirtúen los mensajes centrales. En esa triangulación se diluye la lucha genuina: las luchas sociales, las madres buscadoras, los colectivos feministas, los obreros precarizados o los estudiantes que exigen respuesta al poder política. Todos pagan el costo simbólico del petardo que provoca un incendio no tan lejos ni tan ajeno.
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