El Huei Tzompantli, hallado bajo la calle Guatemala 24 en el Centro Histórico, es uno de los descubrimientos arqueológicos más importantes del siglo XXI; su estudio ha revelado nuevas perspectivas sobre los rituales y la cosmovisión mexica
- Bajo la calle Guatemala 24, en el corazón del Centro Histórico, se halló en 2015 uno de los descubrimientos arqueológicos más asombrosos del siglo XXI
- La estructura de cráneos prehispánica inspira al arte contemporáneo, se transforma de altar de sacrificios en metáfora de memoria y trascendencia
CDMX.- Han pasado diez años desde que, en junio de 2015, en el número 24 de la calle Guatemala –en pleno corazón de la Ciudad de México–, un equipo del Programa de Arqueología Urbana (PAU) del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), organismo de la Secretaría de Cultura del Gobierno de México, encontró bajo los cimientos de una antigua vecindad del siglo XIX los restos del Huei Tzompantli, el gran altar de cráneos que las crónicas del siglo XVI describían con asombro y espanto.
De acuerdo al comunicado de prensa, lo que comenzó como una excavación preventiva para reforzar un edificio se transformó en un hallazgo sin precedentes. Durante dos temporadas de campo (2015–2017), dirigidas por Raúl Barrera Rodríguez, con Lorena Vázquez Vallín como jefa de campo y Jorge Gómez-Valdés al frente del equipo de antropología física, aparecieron más de once mil fragmentos de cráneos y al menos 650 cráneos completos asociados a una plataforma rectangular de 35 por 12 metros.
Uno de los descubrimientos más impactantes fue la localización de una torre circular de cráneos humanos, de 4.7 metros de diámetro y 1.8 metros de altura, que corresponde a una de las dos descritas por el conquistador Andrés de Tapia. Dichas estructuras fueron adosadas a la plataforma, y construidas con cráneos unidos con cal y argamasa, muchos de los cuales conservan aún rasgos faciales, dentaduras y cavidades oculares.
“El Huei Tzompantli nos permite mirar de frente una práctica que sostenía la visión del mundo mexica. Este descubrimiento es fundamental porque hasta entonces sólo conocíamos el tzompantli a través de las crónicas. Encontrar una torre circular de cráneos humanos fue impactante y confirmó lo descrito por Andrés de Tapia en el siglo XVI”, afirma Raúl Barrera Rodríguez al INAH.
Tzompantli, del náhuatl tzontli (“cabeza” o “cráneo”) y pantli (“hilera” o “fila”), designa una estructura de madera en la que se ensartaban cráneos humanos alineados de forma horizontal. La diferencia con las crónicas radica en las cifras: De Tapia habló de más de 136 mil cabezas, mientras que la arqueología ha documentado cientos, suficientes para dimensionar la magnitud del sacrificio y el impacto visual que producía este monumento.
Los rostros del sacrificio
Una década después del hallazgo, el proyecto está en una nueva etapa: conocer quiénes fueron los sacrificados. Se limpió se consolidó y conservó una muestra de 214 cráneos, en la ceramoteca del Museo del Templo Mayor, sitio en el que se estudian sus rasgos biológicos con el apoyo de los laboratorios de Bioarqueología y Genética de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH).
“El Huei Tzompantli nos brinda una oportunidad única para estudiar el sacrificio humano en el mundo mexica. Aquí confluyen tres tipos de evidencia –arquitectónica, osteológica e histórica–, lo que hace a este hallazgo excepcional”, explica Lorena Vázquez Vallín, jefa de campo del proyecto en un video para el INAH.
Otros análisis, destinados a determinar la movilidad y el lugar de origen de los individuos, se realizan en la Universidad de Georgia (EUA). A la par, se desarrolla un proyecto de ADN antiguo en colaboración con el Instituto Max Planck de Alemania, con la participación del bioquímico mexicano Rodrigo Barquera y el antropólogo Víctor Acuña Alonzo.
“Mientras los cráneos estuvieron en la empalizada, nada los alteró, y eso es relevante. El reto es reconstruir la historia biológica detrás del mito: edades, sexos, enfermedades y orígenes. En esos datos hay una memoria profunda de Tenochtitlan”, señala para el INAH Jorge Gómez-Valdés, coordinador del equipo de antropología física.
Rituales, cosmos y reciprocidad: el sentido profundo
El Huei Tzompantli era mucho más que un monumento a la muerte: representaba la continuidad del universo. “El tzompantli era una expresión de reciprocidad. Los hombres alimentaban a los dioses con sangre y vida, y los dioses respondían sosteniendo el universo. Era, al mismo tiempo, un acto de poder y una siembra simbólica: cada cráneo era una semilla que aseguraba la continuidad de la vida”, explica Lorena Vázquez Vallín.
Las fuentes coloniales relatan con detalle la dimensión ritual de estas prácticas. Durante la festividad de Tóxcatl, dedicada al dios Tezcatlipoca –el “señor del espejo humeante”–, se elegía a un joven sin tacha física para vivir durante un año como encarnación del dios. Vestido con sus insignias y acompañado por doncellas, el ixiptla ascendía las gradas del templo para entregar su corazón en lo alto del altar. Su cabeza entonces, se colocaba en el tzompantli, símbolo del renacimiento perpetuo del orden cósmico.
Un rito distinto ocurría en honor a Xiuhtecuhtli, dios del fuego. Según describe fray Bernardino de Sahagún, los cautivos se conducían en procesión y eran arrojados vivos al fuego del quauhxicalli. De ahí los extraían aún con vida, y eran sacrificados mediante la extracción del corazón y sus cráneos exhibidos frente a un tzompantli especial. La ceremonia, brutal y sagrada, representaba el punto máximo de la reciprocidad entre hombres y dioses.
Un monumento vivo
En el Huei Tzompantli, según las crónicas, los cráneos eran primero ensartados en una empalizada de madera –perforados en los parietales– y trasladados a la torre de calaveras, a la que quedaban unidos con cal y argamasa.
Durante 2020–2021, nuevas obras de conservación permitieron exponer la fachada externa de la torre, lo que confirmó su doble orientación y la potencia de su mensaje: un muro de rostros humanos convertido en arquitectura.
El Huei Tzompantli fue el principal de Tenochtitlan. De acuerdo con fray Bernardino de Sahagún (Historia general de las cosas de Nueva España), existían siete estructuras similares, cada una asociada con distintas deidades y ceremonias. Según las investigaciones del INAH, se utilizó entre 1486 y 1502, en tiempos de Ahuízotl, y estaba dedicado a Huitzilopochtli, dios de la guerra y numen tutelar mexica.
Tras diez años de investigaciones, el hallazgo se confirma como uno de los más importantes de la arqueología mexicana del siglo XXI. No solo recupera la memoria de un monumento descrito en códices y crónicas, sino que devuelve un rostro humano a los cientos de individuos que formaron parte de él.
De la empalizada mexica a la piedra maya
De las empalizadas mexicas descritas por Andrés de Tapia a los relieves pétreos del mundo maya, el tzompantli fue un símbolo compartido por distintas civilizaciones mesoamericanas como expresión del sacrificio humano y su papel dentro del ciclo cósmico.
Uno de los ejemplos de dicha tradición se encuentra en la Plataforma de los Cráneos de Chichén Itzá, un basamento rectangular de aproximadamente 60 metros de largo por 12 de ancho, cuyas cuatro fachadas están cubiertas con cerca de 2,400 cráneos, figuras de guerreros descarnados, águilas devorando corazones y serpientes emplumadas, todos tallados en piedra caliza. Las imágenes –dispuestas tanto de frente como de perfil– las esculpieron numerosos artesanos mayas hacia el siglo IX o comienzos del X d.C.
El investigador alemán Eduard Seler describió la estructura por primera vez en 1909, destacó su función como espacio ritual vinculado al Gran Juego de Pelota, en el que los sacrificios eran una ofrenda al Sol y a los dioses de la fertilidad. Décadas más tarde, en 1951, el INAH inició un trabajo de reconstrucción bajo la dirección de los arqueólogos Jorge R. Acosta y Ponciano Salazar, quienes hicieron registro gráfico de sus relieves.
El eco mexica en piedra: el muro de cráneos del Templo Mayor
En el corazón de Tenochtitlan, los mexicas llevaron la iconografía del tzompantli más allá de la empalizada de madera. Su huella está en el célebre Muro de Cráneos, que se localiza frente al adoratorio de Huitzilopochtli y fue descubierto en 1980 durante las excavaciones iniciales del Proyecto Templo Mayor, bajo la dirección del arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma.
La imponente estructura pétrea –hileras superpuestas de cráneos esculpidos en relieve, unos de perfil, otros de frente–, perpetuaba el orden ritual de la empalizada y convertía a la muerte en un elemento del paisaje sagrado. Cada rostro tallado era un recordatorio del ciclo de sacrificio y renacimiento que sostenía el universo según la cosmovisión nahua.
En Zultépec-Tecoaque: resistencia y mestizaje
Otros contextos arqueológicos mesoamericanos tienen manifestaciones similares, por ejemplo, en Zultépec-Tecoaque en Tlaxcala, descubierto en 1991 por Enrique Martínez Vargas y Ana María Jarquín Pacheco. El hallazgo, que hoy está en el Museo Nacional de Historia (MNH), reveló los restos perforados de al menos catorce cráneos humanos que, según estudios antropológicos y genéticos, pertenecieron tanto a indígenas mesoamericanos como a personas de origen europeo y africano.
El director del MNH, Salvador Rueda Smithers, ha comentado que dicho tzompantli trasciende el sacrificio ritual: es un símbolo de resistencia ante la invasión, pero también una evidencia temprana del choque cultural y el mestizaje. En sus palabras, “la última pieza del mundo prehispánico o la primera de la historia moderna de México”, un umbral entre dos eras y un testimonio de las profundas transformaciones que definieron el nacimiento de un nuevo mundo.
De la empalizada al arte contemporáneo
El tzompantli también fue un motivo en los códices, mapas pictográficos y manuscritos indígenas que registraron la memoria mesoamericana tras la Conquista. Un ejemplo notable es el Mapa de Popotla, documento que resguarda el INAH, en el cual un tzompantli ocupa el centro de la composición como eje simbólico del espacio sagrado.
La misma fuerza aparece en códices como el Borgia, en el cual las hileras de cráneos se ofrecen a las deidades; el Florentino, que documenta escenas bélicas en las que se exhiben cabezas de enemigos y caballos; el Telleriano-Remensis, que las asocia a ceremonias y rituales agrícolas, y el Mendoza, que sitúa el tzompantli en el corazón de Tenochtitlan.
En el tránsito del mito al presente, el tzompantli se transforma: de estructura ritual a obra escultórica, de sacrificio colectivo a memorial ciudadano. Su poder simbólico lo retoman artistas que, desde distintos lenguajes, lo convierten en espacio para pensar el duelo, la violencia, la memoria y la persistencia de la vida.
En 1993, Ángela Gurría, pionera del arte público en México, reinterpretó el motivo en la monumental escultura a la entrada del Centro Nacional de las Artes. Hileras abstractas de cráneos dialogan con la arquitectura contemporánea. La pieza invierte el sentido original del muro: ya no exalta el poder imperial, sino que invita a reflexionar sobre la dualidad vida/muerte, positivo/negativo, pasado/presente.
Manuel Felguérez, entre 2009 y 2014, envolvió el Museo Nacional de Antropología con su Muro geométrico de calaveras, una celosía de acero al carbón de más de 400 metros que celebraba el 50 aniversario del recinto.
Recientemente, el pintor Gustavo Monroy retoma el motivo en un monumental mural que se exhibe hasta el 19 de abril de 2026 en el Colegio de San Ildefonso.
A lo largo del siglo XX, artistas como José Chávez Morado, Francisco Toledo, Sergio Hernández y Rafael Cauduro reinterpretaron el tzompantli desde el caballete. Del poste y la cal al acero, el yeso o el cartón; del rito y el sacrificio al memorial y la protesta, el tzompantli sobrevive, símbolo del alma mexicana: una forma que, con múltiples lenguajes, atraviesa los siglos con la misma pregunta sobre la vida y su brevedad.
El antiguo muro de cráneos ya no clama al poder divino, sino a la fragilidad humana: un espejo humeante en el que la muerte anuncia la incesante búsqueda de trascendencia.
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