El espacio de Escipion

La ruptura de Claudia con AMLO

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Los temas de la coyuntura política nacional están más que servidos para encender la hoguera de las conjeturas —y, claro, de las fantasías— sobre quién mece la cuna, cuál es el verdadero fin del juego y por qué, de repente, el escenario parece tan propicio para la enésima telenovela del poder: la ruptura entre la Presidenta Claudia Sheinbaum y su antecesor y mentor, Andrés Manuel López Obrador.

Y es que han sido días —y semanas— particularmente entretenidos para el gobierno federal, atrapado entre las secuelas de la crisis de seguridad, el descuido de los gobiernos estatales (que cuando no le estallan estados ensangrentados como un Moya le explota un Bedolla) y la inminencia de movilizaciones sociales y paros… de amigos (como la CNTE, que prepara nuevos paros), de enemigos auténticos (como los desgastados del PRIAN) y de los que sólo existen por generación espontánea mediática y las benditas redes sociales aderezadas al más puro estilo gritante de TV Azteca (llámense “generación Z”). Todos, eso sí, alimentando el festín de una derecha opositora cada vez más derechosa, estridente y más rabiosa, que no pierde oportunidad para reafirmar su eterno papel de profeta del Apocalipsis nacional.

Por si no bastara con eso, algunos morenistas, con su infalible instinto político, decidieron desafiar a la oposición afirmando que, si bien los tiempos son complicados, no hay motivo alguno para temer una derrota en una eventual revocación de mandato. Es más, aseguran, el nombre de Claudia volverá a las boletas en 2027. Confianza no les falta; optimismo, no lo demuestran con su actitud reactiva desde Luisa Alcalde hasta las cuentas reactivadas de las granjas de bots.

La especulación, como era de esperarse, cobra fuerza justo en vísperas del cumpleaños del exmandatario, o sea pasado mañana, —detalle que en México jamás es casual— y revive escenas que parecen sacadas del álbum político nacional: Calderón y Fox, Zedillo y Salinas, López Portillo y Echeverría, Echeverría y Díaz Ordaz, Obregón y Calles… una larga lista de rupturas “accidentales” que, curiosamente, siempre suceden cuando el poder presidencial cambia de manos.

La narrativa de la traición y el distanciamiento entre líderes salientes y entrantes se repite como si fuera parte de un libreto sagrado de la política mexicana. Cada generación de políticos reinterpreta la misma obra, solo cambia el vestuario. Denis Jeambar y Yves Roucaute, en El elogio de la traición, o el arte de gobernar por medio de la negación, lo dicen sin adornos: “Todos comprenden que es muy loable que un príncipe cumpla su palabra y viva con integridad, sin trampas ni engaños”. Qué tierno idealismo.

Sin embargo, las promesas de continuidad, los compromisos éticos y la eterna lealtad al mentor son el pan de cada discurso. Pero, como bien sabe cualquier político con experiencia en sobrevivir, la congruencia tiene fecha de caducidad. Gobernar es adaptarse, y adaptarse suele implicar desde rectificar posturas hasta borrar rastros incómodos del pasado. Lo importante es reafirmar la autoridad, mantener la indivisibilidad del poder y, por supuesto, garantizar que el legado —propio, no ajeno— quede inscrito en los libros de historia.

Los autores, con ánimo casi teológico, recuerdan que ni siquiera la historia sagrada se libra de las traiciones necesarias: Judas a Jesús, Pedro a su fe. Sin ellos, ironizan, no habría historia que contar, porque el cristianismo nunca habría pasado de ser una secta.

Los autores nos recuerdan que en España, el Rey Juan Carlos tuvo que traicionar a los franquistas y darle apoyo a Felipe González, quien en octubre de 1982, cuando es designado jefe de gobierno, éste abandonó sus principios marxistas y antimonarquistas, siendo aliado de la Corona. “Dos traiciones al servicio de la democracia se unen y fusionan en un átomo democrático de solidez inusual, porque ha sido concebido por dos estadistas a los que en un principio separaba todo».

Por eso Echeverría “exilió” a Díaz Ordaz para simular apertura democrática; por eso López Portillo hizo lo propio con Echeverría, abrazando el espejismo de la globalización y abriéndose a las minorías que alguna vez el viejo sistema priista repudió; por eso Salinas desapareció a su antecesor de todo mérito estadista, y Zedillo, para no ser menos, encarceló a Raúl Salinas como un aviso para mandar a Carlos al exilio de la vergüenza en Cuba e Irlanda, claro con la estigmatización eterna del más corrupto gobernante de México. Con Calderón, los foxistas simplemente fueron fumigados del poder, muchos de ellos cobijados ahora en la autollamada 4t, por cierto. Traición, le llaman algunos; evolución, le dicen los manuales de realpolitik.

Jeambar y Roucaute lo resumen, parafraseando a Maquiavelo: “El príncipe, para conservar su Estado, muchas veces se ve obligado a actuar contra su propia palabra… debe tener los sentidos preparados para virar según lo ordenen los vientos de la fortuna”. En otras palabras: los principios son negociables, el poder no.

Y así, llegamos al presente. Desde antes de la sucesión de López Obrador a Sheinbaum, las profecías de ruptura abundaron: que si el desmarque, que si los golpes bajo la mesa, que si el divorcio político. Semana tras semana, la comentocracia se ha quedado esperando el gran drama… y, hasta ahora, se han tenido que conformar con el silencio. Porque quien gobierna es ella. Quien traza las políticas de seguridad, economía y diplomacia es ella. Con matices, giros y diferencias e incluso sacudiéndose algunos indeseables lopezobradoristas, sí, pero sin romper con Andrés.

Quizá le falta todavía apretar y jalar los hilos del partido, que camina a veces como alma en pena sin entender a su propia líder moral, la presidenta. Pero eso —dicen los enterados— tendrá arreglo pronto, cuando llegue la hora de elegir a los nuevos operadores del legislativo y de las gubernaturas clave.

Paciencia y serenidad, ha dicho la presidenta Sheinbaum, citando a Kalimán. Y, quién lo diría: en la política mexicana, esa frase suena más a advertencia que a consejo.

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