“Siempre que llame mi madre —mi padre, mi jefe, o mi hermano— le dices que salí o que estoy dormida”, “Por favor tía cúbreme, voy de ligue a Huatulco, pero en mi casa diré que estoy contigo en un retiro”. Son este tipo de excusas, las que impiden el desarrollo sano y hacia la madurez, de personitas que por razón de su etapa preescolar juraban que “las galletas se las comió el gato”, la ausencia del padre en la fiesta escolar, es porque “trabaja en Estados Unidos con el presidente” o “mi residencia está en el Pedregal”, aun cuando habite una linda casa en condominio en la del Valle.
Negar la realidad es normal y hasta sano en la primera infancia y si el desarrollo se da en un ambiente en el cual la verdad es un valor, seguramente no se profundizará en el aprendizaje de la mentira, tendencia ésta difícil de abandonar por jóvenes y adultos acostumbrados a usar el engaño como medio para el logro de sus planes, lo cual da como resultado existencias divididas, complicadas, frustradas y en casos muy extremos hasta dañadas psicológica e incluso físicamente. Un buen número de suicidios ocurre cuando quien atenta contra su vida llegó al punto de no poder sostener su falacia[1] y delitos como el tráfico de personas, drogas y armas se facilitan entre una juventud acostumbrada desde la infancia a mentir.
Para los estudiosos, la mendacidad ha sufrido cambios históricos, filosóficos e incluso políticos. Entre la concepción sustancialmente moral y teológica abordada por San Agustín[2] y la postura de autores surgidos a partir de la Ilustración, hay una nueva dimensión de la mentira, que sin dejar de ser aborrecible implica en sí misma diversos grados de violación a la libertad propia y del otro. Decir la verdad hoy es obligación social, más allá de las razones de ética o de honor[3] que en algún momento hacían condenable al mentiroso. Mentir en una aldea global del siglo XXI supone violentar la legalidad, sobre todo si el fantasioso es un personaje público, obligado doblemente a usar, con honestidad, su propia autonomía racional y jurídica[4]. ¿Tienen las personas una inclinación instintiva a la mentira? ¿Por qué el mexicano miente casi en automático en tanto que en EE.UU. es más grave mentir que cometer adulterio?
Lo indiscutible es lo condenable de la falsedad, por ello desde los órdenes más primitivos —teocráticos abiertos o simulados— la mentira se ha castigado. En aras de los agravantes y atenuantes, hay clasificaciones de las mentiras —inocentes, blancas, benévolas, útiles, pecaminosas, veniales o mortales etc. — y absoluciones cuando la confesión supone el arrepentimiento de éstas y la expresión de la verdad. El problema mayor siempre ha sido el juzgador. ¿Quién ha sido peor: los inquisidores que lograban confesiones con torturas o los investigadores cómplices de testigos protegidos? ¿Se justifican las mentiras expresadas para lograr un triunfo por el mayor número de adeptos? Edward Kennedy afirmó que el presidente Bush “preparó la guerra de Irak con obscuros designios políticos”, si esto hubiese ocurrido en la época de los aristócratas, ambos hubiesen sido contendientes en un duelo para recuperar su honor; sin embargo, además de las razones de Gobierno que no permitieron dar curso a tal acusación, en el historial de aquel senador estaba un ocultamiento —aun cuando fuese de horas— acerca del accidente del auto de su propiedad que le costó la vida a un ciudadano.
Conservar la credibilidad es pues un asunto que va más allá de promesas propagandísticas, testimonios notariales o afirmaciones calumniosas —ésta es la mentira más peligrosa, sobre todo si no hay pruebas— pues cada vez parece más normal que los comerciantes mientan para aumentar sus ganancias —lo hacen abiertamente con ofertas publicitarias exageradas y por ende irreales—, los abogados deshonestos e ineptos lo hagan para elevar el grado de dificultad de su litigio y hasta los médicos salgan con cualquier argumento falaz como una forma de ganar dinero y hasta ocultar su incompetencia para preservar la salud a quien le han decretado cualquier tipo de enfermedad de moda.
Toda mentira debe tener consecuencias y quien haya tratado de disimular algo lo sabe aun cuando no lo reconozca. Como individuo, quien se aparta de la verdad es cuando menos incongruente e inmaduro; pero en el servidor público, mentir tiene consecuencias dramáticas, que rebasan el ámbito moral, psicológico y teológico para convertirse en verdadera tragedia social —como la de inocentes encarcelados, por los dichos falsos de testigos protegidos o a modo— pues su dicho siempre rompe lazos sociales —entre hermanos, miembros de un equipo de trabajo, ciudadanos, militantes de partidos, correligionarios, etc.— que son fundamentales para la raza humana, cuya destrucción está implicada cuando por las afirmaciones no veraces se confronta y divide. La percepción burguesa de John Locke considerando que la verdad solo es característica de los nobles —que son fieles e íntegros— en tanto que la mentira es algo concomitante a la plebe, los sumisos —niños y mujeres—, los subordinados y los dependientes, se ha superado con creces. Ojala que todos en México desechemos esta categoría que condena a la condición de mentirosos a los pobres y los pueblos conquistados o en desarrollo.
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[1] En cuba el líder ortodoxo Eduardo Chibás se quitó la vida al no poder comprobar su afirmación en contra del ministro de educación —Presidencia de Carlos Prío—, acerca de tener inversiones en Centroamérica producto de acciones corruptas, durante su función.
[2] San Agustín clasifica cuando menos 7 tipo de mentiras, desde la muy grave que daña la doctrina, pasando por las que no dañan a nadie hasta llegar, a la salvaguarda de los bienes, el cuerpo o la pureza del alma
[3] En alguna etapa histórica, el mentir o decir la verdad se asociaba con el honor, el que miente no tiene honor.
[4] Ser fiel a las promesas individuales, al superior al que se sigue —militar, rey, señor feudal etc. — ya no es parte de la esencia de linaje, sino obligación social. Ofrecer promesas y no cumplirlas es tan grave como mentir; quizá por ello estamos tan atentos a evitar ser burlados.