Una Colorada(vale más que cien Descoloridas)

Ombligo

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Delfos (Foto: Especial)

No importa si es profunda, perfectamente circular o un tanto abultada, la cicatriz posterior a la rotura del cordón umbilical en el bebé, ha sido importante para muchas culturas. En Mesoamérica el cordón se enterraba como garantía de buenos augurios y en pleno siglo XX, se conserva en bancos de células madre. Sea cual fuere el destino de esa conexión con la madre, el ombligo siempre ha sido objeto de cuidado. Esa depresión que queda en la parte media del cuerpo ha protagonizado discusiones de todo tipo, por ejemplo: ¿Adán y Eva tenían ombligo? ¿Es más estético el profundo? A que obedecía la costumbre de fajar al bebé colocando una bolita de metal en el “umbilicus”? ¿Por qué los griegos llamaban “ombligo del mundo” a Delfos?[1]

Sea cualesquiera la costumbre, la interpretación antropológica o la verdad fisiológica, lo cierto es que esa pequeña depresión en el centro de nuestro ser material, se ha convertido también en calificativo de personas con tendencias egocéntricas y hasta sitios del planeta.

Una búsqueda del ombligo del mundo ha puesto en la pista de la competencia a Cuzco, pues para los peruanos esa palabra en la civilización inca tenía dicho significado. Con la misma tendencia nacionalista, más al sur del continente americano se dice que, en la lengua original de la isla de Pascua a esta se le llamaba “Te Nua” y hay quien llega a concluir que México en náhuatl, se refiere también al centro —u ombligo— del mundo y por supuesto Ecuador, ubicado sobre la línea geográfica del mismo nombre construyó ahí su monumento a la “mitad del mundo”. Aun cuando los chilenos pretenden considerar con tal distinción a la mina de Chuquicamata, en base a su profundidad, hay coincidencia en reconocer a la de Mirny, en la Siberia Rusa, como “el hoyo” más profundo del planeta, famoso por ser la mayor mina de diamantes a cielo abierto y el segundo mayor agujero excavado.

¿Conoce Usted a personajes que tienden a sentirse el ombligo del mundo? Desde el empleado acostumbrado a conducirse como dueño del lugar donde trabaja por lo cual dispone para su uso personal de papelería, plumas, cuadernos, goma, engrapadoras, y hasta memorias de USB, pasando por las empleadas del hogar, que de “entrada por sacada” llevan a su casa, botellas de líquidos de limpieza, aceite, cereales, galletas, sábanas, cubiertos etc. —luego de haber realizado una pasarela modelando la ropa de la propietaria de la casa— hasta los gerentes de grandes empresas o funcionarios de diversos niveles gubernamentales, justifican su equívoca conducta de abuso de confianza, corrupción y robo, presumiendo de sus fechorías porque son “el ombligo del mundo”. ¿Le ha llamado algún funcionario de tránsito para corroborar si es cierto que usted autorizó a su chofer a pasarse los altos, luego de haber bebido los licores guardados en la cava de su casa? ¿Cuántos funcionarios conoce que han gastado sin límite el presupuesto fiscal en detrimento del servicio público y los programas sociales? ¿Se ha enterado de las fechorías de gerentes y directores que llevan en los pies zapatos de miles de pesos o que usan sus habilidades para perder millones que debían ser invertidos en las empresas de su propiedad o de sus parientes? Estos y otros personajes sórdidos y brutales, también de la vida rural, han inspirado a autores como Ramón Pérez de Ayala o Álvaro de la Iglesia[2] para escribir sobre esta concepción del ombligo.

Y si bien es cierto que el mundo en realidad no tiene ombligo —y a como están las cosas también carece de pies y cabeza— para pena de la raza humana hay un buen número de desubicados que, como herederos del original pecado de vanidad, viven pretendiendo que pueden llegar a ser como dioses, olvidando su condición de mayordomos, es decir, administradores de lo que el dueño les confía. Esposos, novios, descendientes —hijos o sobrinos o nietos en etapa adolescente— cuando menos en algún momento de su existir se condujeron como si todo girara en derredor de ellos, despreciando los bienes —no necesariamente materiales sino de experiencia o sabiduría— del dueño que les dio la oportunidad de ser mayordomos. Si hubiera más personas ubicadas en este rango, no usaríamos ni abusaríamos del planeta como lo hacen los talamontes, los constructores —de vivienda, puentes y carreteras— sin una planeación urbana previa. Meter una línea dorada a costa de tierras productivas como en Tláhuac, Xochimilco y anexas, es el acto de alguien que solo piensa en sí mismo e imagina que el universo gira en derredor de él. Para estos “ombligos” el otro no vale, es menor, ¡vamos! ni siquiera existe para nada más que girar en derredor suyo, para decirle “sí señor”, “la hora que Usted ordene”, “todo es como usted lo ha expresado” y otras tantas adulaciones sin sustento de similares ególatras que esperan su turno para pasar sobre el actual ombligo y convertirse en el próximo.

Este tipo de mayordomos, mandatarios —porque tienen el mandato de un pueblo o de un particular— con complejo de ombligo, difícilmente reconocen que viven a expensas del dueño —su mandante— disipando los bienes que no les pertenecen. Se acostumbran a la vida fácil, no entienden la dureza del trabajo honesto y mucho menos calculan el daño que provocan, al considerar solo su “yo” —en términos de vida, problemas, proyectos y logros— como si realmente fueran el centro del universo, ignorando que ese pliegue de la piel en forma de agujero no tiene en realidad ninguna función o importancia después del nacimiento.

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[1] Según la mitología, después de que Apolo mata al dragón tifón que resguardaba el templo originalmente dedicado a Gea —la diosa de la Tierra— y luego de convertirse en delfín, en ese sitio se coloca la piedra conocida como el onfalos, “el ombligo del mundo” cuya influencia decidía guerras y acciones de gobierno según la interpretación de la pitonisa a la cual se consultaba.

[2] El ombligo del mundoTodos los ombligos son redondos respectivamente, ambos autores españoles.