Los perros aman a sus amigos y muerden a sus enemigos, casi al contrario de las personas, quienes son incapaces de amar puramente y tienden a mezclar amor y odio.
Sigmund Freud

Tenía los claroscuros de la luna en la piel y el brillo del reflejo solar en la mirada.
Ahora que partidos políticos y organizaciones de la sociedad civil pugnan por castigos más severos contra la crueldad hacia los animales, los circos sin éstos y el fin de los espectáculos taurinos en las ciudades, yo sólo puedo pensar en Luna.
Para quienes optamos por adoptar a una mascota, como lo hicimos en casa con Luna y la Güera, dos perritas mestizas de una camada rescatada por la Fundación Corazón Canino de la ciudad de Guanajuato, el paquete parece grande. Se adquieren compromisos que, para aquellas personas que no suelen establecer ese tipo de vínculos con cualquier animal, suelen parecer excesivos o absurdos.
Se adquieren con mayor celo, primero, porque se establecen por escrito. Como si se necesitaran.
El año pasado, nuestro perro Mosh murió tras una cirugía errónea. Leímos ese mensaje donde pedían adoptar a una familia de cachorritos que habían sido rescatados de la calle. Fuimos a la clínica veterinaria donde estaban en resguardo, me encontré con sus ojitos y la elegí.
Aunque la empleada de la clínica nos dejó en claro que no fuimos nosotras quienes decidimos. Es que ellas nos eligieron, nos dijo la empleada de la clínica veterinaria cuando corroboró las miradas puestas en las hermanas, mestizas tan distintas entre sí: Luna, una perra pinta de blanco y gris con los ojos sombreados, y la Güera, una chiquitina de la mitad del tamaño y el pelaje de color miel.
Sólo íbamos por una, y salimos con dos. En casa estaba Kika, que rebasa la década y que casi desde el principio decidió que su territorio sería… todo.
Así fue como Luna y Güera llegaron a casa, chiquititas y panzonas. Le puse Luna por los colores de su pelaje y sus hermosísimos ojos. Luna, con su colita partida en dos, fracturada por algún maltrato que le dejó la marca. El meneo de su cola y sus enormes patas se convirtieron en las características inconfundibles, anecdóticas, de la bienvenida al llegar a casa.
Luna creció mucho más de lo esperado, así que hubo muchos momentos de flaqueza con respecto a su permanencia en casa. Pero su carácter de niña grande, tan cariñosa, logró desactivar el riesgo de regresar a la adopción, que surgía sobre todo después de ver la rapidez con la que se acababan las croquetas, de ir al veterinario por las vacunas, algunos pares de zapatos mordidos y todos los cargadores de los teléfonos celulares masticados.
Hace unos meses, supimos que Luna padecía una enfermedad genética, incurable, obligaría a medicarla de por vida. Las crisis vividas en las últimas semanas y las secuelas del tratamiento afectaron y afectarían la calidad de vida de quien nos acompañó, nos resguardó e intimidó a más de un transeúnte desde el interior de la reja con sus ladridos potentes y sus saltos alocados.
Fue necesario pensar entonces en los gozosos momentos vividos al volver a casa y la recepción a cargo de ese meneo de colas y el jolgorio canino que da vueltas alrededor y las carreras por la casa y la invasión del sofá.
Y entender a cabalidad que el compromiso con las mascotas abarca también estas decisiones difíciles que el humano tendrá que tomar, no por crueldad o por indiferencia.
Por lealtad.