Candil de la Calle

Condolencias

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(Foto: Especial)
(Foto: Especial)

El presidente Enrique Peña Nieto ofrece sus condolencias a los familiares de los estudiantes asesinados y condena la desaparición de otras decenas de ellos en Ayotzinapa.

El presidente que gobierna este mismo país, este mismo Guerrero, este mismo Ayotzinapa, parece enviar un telegrama a otro país, a una tierra extranjera, a un sitio lejano con cuyos habitantes no tiene otro compromiso más que el de cumplir un protocolo de buenas maneras.

PGR y Gendarmería acuden a toro pasado a Guerrero, un estado que, como Michoacán, fue echado a perder por una clase política coludida, involucrada, relacionada, emparentada con la delincuencia de bajos y altos vuelos. Estados, ambos, donde la pobreza echa en cara a la democracia el alto costo de ésta.

Éste fue, si no el único factor, sí uno de los principales factores. Porque se coludió la corrupción con la delincuencia y con la pobreza. Y todo fue un caldo de cultivo ideal para la debacle social.

Porque gobernaron personajes de partidos políticos distintos, incompatibles con la Federación o los ocupantes de Los Pinos, y entonces no hubo empatía, no acuerdos, ni todos los apoyos, y sí luchas fratricidas, jaloneos políticos, dineros públicos usados para ganar simpatizantes y votos de un lado y del otro.

La miseria no acabó, creció. Y con ella, la corrupción, la delincuencia, la violencia.

Quedó demostrado que el propósito de pretender tapar el sol con un dedo, la estrategia de imagen del arranque del sexenio de Peña Nieto que pretendía darnos a entender que se estaba retomando el orden social, que las aguas tomaban su cauce, fue un estrepitoso fracaso.

Porque el país no se ha calmado. Porque presumir que se tiene a los grandes capos en la cárcel no ha servido para hacer sentir a ciudadanas y ciudadanos que aquella espiral de enfrentamientos violentos, desapariciones, secuestros, extorsiones, cobros de derecho de piso, ya se terminó. Ni siquiera para pretender creer que disminuyó.

Ayotzinapa, pues, es hoy el ejemplo de la barbarie sexenal. Es ya el 2 de octubre en Tlatelolco de Díaz Ordaz; el 10 de junio de Echeverría; el magnicidio colosista de Salinas de Gortari; el Acteal y el Aguas Blancas de Zedillo, el Atenco de Fox, el país ardiendo de Calderón.

Está fijándose en la memoria colectiva por su horroroso desenlace. Porque sólo se espera que se confirme lo que ya se cree de antemano: que los cuerpos encontrados en fosas clandestinas corresponden a estudiantes levantados por los policías municipales de Iguala.

En estas horas, se revela en medios nacionales la fotografía del alcalde con licencia de Iguala, José Luis Abarca —a quien se señala como responsable inicial de la cadena de violencia infligida por el Estado— posando junto al propio presidente Enrique Peña Nieto, después de que ya era señalado, investigado por sus vínculos con delincuencia organizada del narco.

La enérgica condena presidencial suena, así, hueca, artificiosa. Inverosímil.

Y sirve para nada.

Excepto, sí,  para sumarla a la lista de la indignación.