
Mientras restregaba las llaves de la pulcra e inmaculada tina recordaba el rostro de Mr. Davies, gracias a él su infancia había sido un oasis en medio de ese desierto absurdo que era su vida.
Cuando su madre entró a trabajar como cocinera al servicio del extranjero Petra tenía 6 años. Siempre estaba al lado de su madre porque nunca había quien la llevara a la escuela, no alcanzaba el tiempo para eso, ni las ganas, ni el afán por que estudiara. Ese parecía ser un sueño estéril de Petra, quien moría de ganas por estar en ese salón de clases que olía a madera y papel.
Por eso amaba esa casa llena de libros de todos tamaños y épocas, de idiomas distintos y secretos insondables que sin embargo, no permanecieron así del todo porque cuando Mr Davies la descubrió con un libro entre las manos, la sentó en sus rodillas y sin más comenzó a leer para ella revelándole la magia que guardaban aquellas páginas repletas de grafías.
A través él conoció el cuento de la luna que se cayó del cielo y del ropero que se tragaba a los gatos en la noche. Supo que alguien llamado Ícaro tuvo la ambición de ser como un pájaro y se fabricó unas alas de plumas pegadas con cera, pero que ésta no resistió el poderío del sol —¿quién puede resistir tal fuerza?— y terminaron tan destruidas como sus sueños de volar.
Su madre, eternamente encadenada a las cazuelas y los hervores, nunca tuvo la osadía de asomarse para ver qué tanto hacía aquella niña entre las cuatro paredes de esa casa maravillosa. Un día, con el afán de que sonriera, Petra le habló del conejo que llegó a las nubes montado en el sombrero robado del mago. No sonrió, al contrario, lloró tristemente sin que Petra pudiera comprender lo que sucedía.
Al día siguiente apareció en el estudio de Mr Davies mientras leían la historia de La Malinche. La niña nunca sabría cuál fue el triste final de aquella esclava enamorada del conquistador porque le ordenaron esperar afuera. Los gritos de Mr Davies y su madre se escuchaban por todas partes. Ella le reclamaba por inculcarle un gusto por el aprendizaje del que no podía responsabilizarse Para qué llenarle a la niña la cabeza de pájaros si de todas maneras terminaría sus días al lado de un hombre al que debía someterse para no ser golpeada, al menos no tan seguido. El gringo le gritaba que Petra era brillante, muy lista y podía llegar muy lejos… pero lo más lejos que llegó fue a ser sirvienta, porque su madre se la llevó para siempre insistiendo en que los libros eran un gasto estúpido y la educación inútil. “Yo nunca me atuve a eso pa salir delante” decía.
Y Petra a sus 15 años, se dedicaba a tallar pisos y a limpiar baños, pasaba el día entre cazuelas sucias y camas destendidas que había que dejar en total pulcritud. No se quejaba, lo hacía con resignación, lo mejor que podía. Y cuando la tristeza invadía su alma, pensaba en aquella estrella lejana que alcanzó al sol para fundirse con él porque lo amaba. Entonces soñaba con un destino distinto, como tantos destinos diferentes que protagonizaban las historias de aquellos libros mágicos en casa de Mr. Davies.Y se quedaba dormida soñando que pegaba las plumas de sus propias alas con un pegamento resistente al sol y a la ignorancia.