Entre caminantes te veas

Caminante a cuatro patas

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Isidro fue el quinto de ocho hermanos, todos nacieron en medio de un terreno baldío bajo la sombra de un tronco viejo, grueso y hueco. Esa época en el terreno fue sin duda la mejor de su vida. No había límites, ni restricciones, ni hambre, ni patadas… ni dolor. Solamente juegos, espacio y su madre siempre dispuesta a rescatarlos del peligro.

El funcionario aseveró que siempre hay animales en las calles de la ciudad (Foto: Archivo)
(Foto: Archivo)

Una tarde llegaron ellos, los malvivientes del barrio. En cuestión de minutos la felicidad se volvió pesadilla, persiguieron a sus hermanos, a quienes fueron alcanzados los  arrojaron con fuerza contra los troncos. Vio caer a uno de ellos ensangrentado, y ahí, desde su escondite, lo miró exhalar el último suspiro mientras su cuerpo inerte quedaba con los ojos aterrorizados abiertos y su cara de cachorro con una mueca indescriptible.

Nunca supo cómo ni por qué quedó vivo. De sus hermanos nada volvió a saber. Cuando el ataque ocurrió se escondió lo mejor que pudo, después corrió lejos para escapar y más tarde volvió, pero solamente para encontrar la luz de la luna iluminando el cuerpo de su madre balanceándose a través de la cuerda que colgaron del árbol para ahorcarla. Cuatro de sus hermanos quedaron tendidos entre el pasto y la hierba. Los demás quién sabe con qué suerte habrán corrido. Por eso, haciendo acopio de las pocas fuerzas que aún le quedaban se alejó a toda prisa sin mirar atrás. Estuvo a punto de ser atropellado más de una vez, pero no se detuvo hasta que el cansancio lo venció. Solo entonces, se dio cuenta de que estaba en pleno centro de esa ciudad tan llena de gente pero tan solitaria al mismo tiempo.

Entre esas calles adoquinadas, entre la humedad de sus túneles y los urbanos que pintaban el ambiente con humo negro mientras eran conducidos a toda velocidad, desafiando a la desgracia, aprendió a mendigar comida, a recibir golpes pero también a aceptar las caricias —lo hacían sentir tan bien—. Muchas veces caminaba en el jardín con la cabeza erguida al lado de cualquier persona que pasaba, soñando que tenía un compañero, y que llegada la noche, una cama confortable y un plato lleno de comida le darían la bienvenida. Nunca nadie notó sus ganas de ser visto, de ser rescatado y amado.

Isidro despertó aquella mañana bajo una banca del Jardín Unión, estaba cansado a pesar de haber dormido, se sentía agotado de vivir, de caminar sin rumbo, estaba harto de no comer, ni sentir. Emergió de la banca sin darse cuenta que un niño con una resortera apuntaba hacía él. Ese día, Isidro perdería el ojo izquierdo, pero entonces no lo sabía y mientras miraba las hojas de los árboles que rodean el jardín imaginaba que era pájaro y podía volar, escapar, dejar de esperar.

No todos los caminantes tienen un par de pies para andar, hay otros, como Isidro, que tienen cuatro patas y ninguna oportunidad.