
Con una facilidad que se acomoda a la indiferencia ciudadana de años, las verdades históricas y las oficiales han sido convenientemente confundidas por los gobiernos en turno, que salvo la docena tragicómica en que se mandó a nombre de Acción Nacional, le han pertenecido al PRI.
Los términos “verdad histórica” y “verdad institucional” han sido utilizados de manera indistinta para convertir la mentira en la verdad, una en la otra.
Así, tenemos las verdades oficiales de momentos decisivos para el país, como el 2 de octubre en Tlatelolco. O el 10 de junio de 1971. O del terremoto de 1985 en la Ciudad de México. O la matanza de Acteal, el 22 de diciembre de 1997. O el homicidio del candidato presidencial del PRI Luis Donaldo Colosio, el 23 de marzo de 1994.
O la masacre y desaparición de estudiantes de la normal de Ayotzinapa, el 26 de septiembre del 2014.
Sólo por mencionar algunos ejemplos, por supuesto.
Antecedentes, motivos, desarrollo de estos sucesos, desenlaces, cifras, responsables, culpables, inocentes…
La verdad oficial, aplastante, empoderada gracias a la maquinaria publicitaria, panfletaria, del gobierno en turno —generalmente el más interesado en que se imponga sobre la “verdad verdadera”— nos alcanza en algún momento de nuestras vidas, inmediatamente después de esos hechos o años más tarde, se inscribe en libros de texto (cuando alguien se ha atrevido a incluir alguno de esos episodios en ellos), en decenas, cientos o miles de discursos políticos y, como la mentira repetida una y mil veces, alcanza tarde o temprano el rango de verdad histórica.
Para entender en parte por qué este proceso había alcanzado con relativa facilidad su lugar en una sociedad más conforme que indignada, hay que admitir que la contribución del aval internacional había sido un factor determinante.
El silencio y, en mucho, la complicidad, de gobiernos, organizaciones e instancias internacionales de las que México ha formado parte, sirvió durante décadas a los gobiernos en turno para completar el cuadro de la simulación: ante los ojos del mundo, aquí no había nada por reprochar.
Luego entonces, todo estaba bien. Bien hecho.
Pero la mirada del mundo comenzó a cambiar o a ver de forma distinta los acontecimientos al interior de este país, gracias a las nuevas dinámicas de la comunicación social, a la presencia más amplia de las organizaciones civiles, a los evolucionados estándares mundiales en materia de derechos humanos o a la imposibilidad de ignorar la gravedad nacional en temas como la corrupción política, la impunidad, la delincuencia y su infiltración en los niveles de autoridad, las violaciones a derechos humanos o la ampliamente inequitativa distribución de la riqueza.
Y esa mirada distinta reprocha, cuestiona, desaprueba. Nunca como ahora, la revisión que el mundo hace de las consecuencias de la impunidad y de la corrupción (considerados los dos grandes males, los genes malditos del cáncer nacional) en México había sido tan profunda, tan inquisitoria.
En el mundo se cuestiona la intervención de los gobiernos en las violaciones a derechos humanos, en las masacres, en las desapariciones. Se exhibe al presidente y a su primera dama; a uno de los más poderosos secretarios del gabinete por los favores recibidos y la corrupción presumible en un enriquecimiento patrimonial sospechoso. Se escucha a las víctimas y se llama a cuentas a autoridades.
Las “verdades históricas”, ésas, dejan tras de sí un halo de indignación e incredulidad.
También han pasado a la historia.