
Cada vez que una carta de tarot aterrizaba en el terciopelo rojo que cubría la mesa de consultas, los latidos de su corazón eran más marcados y contundentes. Lo aprendió a leer de manera autodidacta, animada con la idea de que era una mujer ultra sensible y eso le facilitaba la comunicación con los seres y las energías espirituales. Pero también gracias a esa sensibilidad había sufrido más que el resto de gente, o al menos así le parecía.
Porque le llevó media vida superar el hecho de no haber sido amada por su propia madre, quien después de ocho hijos, lo que menos quería era un noveno, mucho peor si nacía mujer porque para su madre las mujeres eran dolores de cabeza que no terminaban nunca. Primero había que criarlas, luego cuidarlas con celo para que no se malograran con el primer fulano que apareciera en sus vidas, después verlas marcharse de casa enamoradas para comenzar el calvario del matrimonio, en el que con seguridad terminarían siendo abusadas, vejadas y olvidadas.
Así que esa novena hija representaba una carga para la mujer, una carga de la que se desafanó en cuanto se recuperó del parto. La dejó en manos de sus hermanos mayores y trató de no encariñarse mucho con ella para que le importaran menos sus desventuras de mujer.
Y como un sortilegio lanzado en plena noche de luna llena, las palabras y pensamientos de su madre fueron una realidad aplastante. La adivina de la casa amarilla al pie del callejón, era una mujer apasionada y entregada que sin embargo, había renunciado al amor tiempo ha, pues cada vez que ofrendó su corazón, éste le fue devuelto pisoteado y malherido. Pero como también era fuerte, en cuanto recobraba la energía volvía a creer en lo imposible. Fue así como llegó al último hombre que amaría en su vida. Él le mostró caminos que ella nunca pensó que existieran, o al menos no para ella. Le enseñó una manera nueva de ver al mundo y, sobre todo, consiguió coronar el rostro de la pitonisa con una brillante y perfecta sonrisa que no duraría para siempre.
Porque cuando él se marchó, como su madre aseguró siempre que se marchan los hombres: sin remordimientos, sin culpa, sin ver atrás. Ella se quedó vacía otra vez, aunque su corazón nunca perdió esa energía vital con la que había aprendido a vivir. Sabía que nunca más podría volver a amar porque no había nacido para ser amada. Pero esa sonrisa que él diseñó para su rostro, aparecía cada vez que alguna mujer sentada frente a ella en la sala de consultas le preguntaba por su suerte en el amor. Entonces ella, desafiando el sortilegio de su madre, miraba a los ojos a la consultante asegurando: “el amor está ya en tu vida, serás inmensamente amada y eternamente feliz”. Y lanzaba al aire la carta destinada que caía en el centro de la mesa confirmando su profecía y rompiendo los esquemas. Esos que aseguran, que las mujeres nunca son felices en el amor, porque no hay hombres capaces de valorarlas en su justa medida y al tamaño de su corazón.