Nunca olvidaré a Chole. Ella vivía en el cuarto contiguo al que nosotros ocupábamos; como las paredes eran delgadas, podíamos escuchar el ronroneo continuo de su máquina de coser tanto como ella escuchaba cada una de las batallas diarias entre mis padres. Antes de que nos hiciéramos madre e hija del corazón y el alma, solamente nos mirábamos cuando nos encontrábamos en el pasillo y nos sonreíamos con timidez. Una tarde me encontró con los ojos a punto de estallar por esa opresión que atacaba mi garganta cuando ellos comenzaban a pelear, y sin mediar palabras me tomó de la mano y me llevó a su cuarto.
En él, todo olía a ropa recién planchada, no sé si era por las telas de tantos colores y diseños que inundaban cada rincón, pero me pareció un cuarto tan alegre, cálido y confortable que deseé nunca más tener que salir de ahí.
Tomando pequeños trozos de tela dispersos en el suelo me pidió que le ayudara a recortar estrellas en ellos porque las necesitaba para un encargo “pero deben ser estrellas perfectas, con sus cinco picos bien derechos, deben ser estrellas con dignidad”. Yo nunca había dibujado estrellas, mucho menos recortado, y aunque me esmeré enormemente, cada vez que ponía una en la mesa, sin interrumpir el ronroneo de su máquina, Chole me decía: “No, esa no me sirve, tiene los brazos agachados”…“Esa tiene la cabeza baja”… “A esa parece que le falta un pie”…
Al día siguiente ya me esperaba con nuevos retazos para que la ayudara a recortar más estrellas. Algunas telas eran tan hermosas que me daba tristeza echarlas a perder al no conseguir esa estrella perfecta, pero mi buena compañera comenzaba a contarme mil historias mientras cosía, así que muy pronto el dolor en mi garganta se iba y la preocupación por mi mal desempeño también porque mi imaginación volaba al lado de tantos personajes que corrían aventuras tan maravillosas.
A partir de entonces no dejé de ir un solo día a casa de Chole a recortar estrellas, escuchar historias y comer galletas. La peor época de mi vida fue la mejor, gracias a ella. Nunca le di un abrazo, jamás pude decirle lo agradecida que me sentía por hacer algo tan simple pero a la vez tan grande por mí.
Una noche mi abuela Lola, la mamá de mi madre, fue por nosotras y nos llevó a vivir con ella. Nunca volví a ver a mi papá, aunque paulatinamente, descubrí poco a poco, la sonrisa de mi mamá que reapareció con el tiempo.
Llevo siempre conmigo ese trozo de tela roja con puntos blancos que mantuve escondida entre mis manos la noche en que dejamos el cuarto por última vez. No era una estrella perfecta, por supuesto, tenía todavía la cabeza abajo. Pero cada vez que me siento triste, saco mi estrella de tela, tan torpemente cortada, la miro y entonces recuerdo que todos estamos hechos, en mayor o menor medida, con el polvo de una estrella, y que merecemos vivir con los pies y brazos bien estirados y la cabeza en alto, en señal de dignidad.