
He de confesar que me he vuelto adicta a la matiné de cine de oro mexicano, donde cada medio día transmiten una película de los años cincuenta y aunque la calidad de las tramas, las actuaciones y la filmación varía, son un documento histórico sumamente interesante.
A menos de setenta años de existencia evocan un mundo desaparecido, dando testimonio de concepciones estéticas femeninas y masculinas; medios de transporte como los tranvías; la apariencia de las ciudades antes de los cables, la contaminación y la sobrepoblación; la división de campo y ciudad y las modas de vestido, todo esto puede provocar nostalgia, una nostalgia por algo que en realidad nunca conocí.
Pero este sentimiento se transforma en un gran alivio cuando pienso en la naturaleza de los argumentos, pues salvo honrosas excepciones como las comedias o donde se cuentan historias de terror, acción o misterio la mayoría gira en torno a dilemas morales, es decir personajes que rompen las reglas establecidas y pagan las consecuencias sociales de su falta.
Estas reglas involucraban sobre todo a las mujeres, que estaban obligadas a ser bellas, sumisas, decentes, a perdonarlo todo, a tener hijos, a sacrificarse, a obedecer, a hacerse de la vista gorda con las actitudes de sus maridos y a no tener voz ni voto, es decir seres diseñados para sufrir y para cumplir, que siempre llevaban la peor parte cuando iban contra la corriente o cuando engañadas o enamoradas se dejaban llevar por sus deseos, incluso las de fuerte temperamento como María Félix no salen bien libradas de esto, pues en sus historias siempre buscan domarla, presentando como una aberración su poder.
Seguramente quien dijo que todo tiempo pasado fue mejor era hombre, pues creo que puedo soportar no haber conocido las bellezas de mediados del siglo veinte a cambio de la apertura y la libertad que aun seguimos conquistando.