
Paseando por la calle me encontré a un grupo de manifestantes que llevaba a cabo su protesta desnudándose y bailando a media calle mientras las mujeres repartían folletos en topless ante la repulsión de algunos, el apoyo de muchos y el asombro de todos. Al finalizar la música inmediatamente procedieron a cubrirse pudorosamente y las mujeres se quitaron los sombreros que portaban para cubrirse de las cámaras y las miradas morbosas, como si tras los acordes musicales se hubiese esfumado el encanto.
Para occidente existe el desnudo público y el privado y ambos están fuertemente reglamentados: en público solo es aceptable que se encuentren desnudos los bebés, por considerarse este un desnudo inocente, o las reproducciones del cuerpo humano en estatuas, fotografías o pinturas, que además toman en cuenta normas para no considerase obscenas. El desnudo presencial de los adultos queda relegado a la esfera privada y lo deseable es que no salga de esta.
La desnudez, cuando no está tocada por lo erótico o por lo artístico o cuando es involuntaria, es sinónimo de atraso y pobreza, como nos muestran a los aborígenes africanos por televisión y de indefensión, desnudar por la fuerza a alguien en la calle o exhibir sin su consentimiento, su cuerpo desnudo por otros medios es denigrante y ofensivo y creo que este es el punto al que quieren llegar quienes protestan de esta forma, demostrar lo pobres, indefensos y humillados que se sienten frente a las autoridades, y de paso, transgredir las normas sociales para captar la atención de los transeúntes.
De esta forma y escudados en el anonimato y en la colectividad, el desnudo se trasfigura y cobra una fuerza basada en el escándalo, porque aun en estos años las personas consideran más ofensivo ver a las personas en su estado natural que la violencia o la explotación. Finalmente, cuando la música termina y la protesta se disuelve, vuelven a su estado de víctimas, sumándose como victimarios los mismos espectadores hasta que vuelven a fundirse, ya vestidos, con la multitud.