
Todos los días de quincena, al salir de la oficina, se dirigía al expendio de billetes de lotería para adquirir su “cachito” esperanzador. Siempre había un número que le llamaba la atención más que otro, que brincaba a su vista sobresaliendo de los demás, el corazón le decía que ese era el bueno, el número ganador. A veces era tan convincente que compraba más de lo presupuestado diciéndose que era una inversión.
Cuando llegaba el día de revisar los resultados, la razón luchaba con su imaginación que comenzaba a fabricar mil sueños distintos. Con el dinero que ganaría se compraría una casa muy grande, contrataría sirvientas para que su mujer no tuviera que trabajar en casa nunca más, tendría un carro lujosísimo, inscribiría a su hija —algún día tendría que haber una hija o hijo en su vida— en la escuela más costosa y le pondría a Pipo, el perro, una cama bien confortable en algún sitio tibio en el nuevo hogar.
Conforme avanzaban las horas, las pretensiones aumentaban hasta que lo dejaba todo para hacer cuentas y cálculos intentando dilucidar cuánto es lo que ganaría si resultaba agraciado con el premio mayor, luego de maldecir al gobierno por los impuestos excesivos que restaban sus ganancias comenzaba a sumar y restar imaginando su nueva vida sin preocupaciones económicas: —no dejaré el empleo —se decía—, no conviene estar en casa todo el día… ¿y si no le digo nada a Marcela? Que el premio sea un secreto solo mío… no, pero luego ¿cómo justificaría el auto nuevo y la compra de la casa. No hay más remedio que decirle, pero sólo le haré saber de la mitad de las percepciones para no quemar todas las naves, a las mujeres ni todo el amor, ni todo el dinero…
Y con estos planes en mente, el hombre pasaba las jornadas con algo de esperanza, los fines de quincena que siempre eran de hambre y el mal genio del jefe en el trabajo se aminoraban con suS listas imaginarias de compra. Lo soportaba todo estoicamente evadiendo la realidad con sus fantasías de millonario.
Pero, cuando llegaba el momento, una acción tan simple como la de abrir el periódico se convertía en toda una odisea. El mareo dominaba sus sentidos, las letras bailaban sin control, las manos le temblaban cuando al fin daba con el cuadro de resultados… ¡y… nada! Ni siquiera un reintegro. Entonces la realidad le abofeteaba en la cara y hundía la nariz entre las pilas de documentos pendientes que necesitaba revisar tratando de evitar las lágrimas que amenazaban con salir para humedecerlo todo.
Juraba que nunca más compraría un billete, se intentaba convencer a sí mismo diciéndose que si ahorrara lo que gasta en jugar, la quincena podría alcanzar. Pero, el quisco estaba tan cerca de la parada del autobús, era inevitable mirarlo… ¿y si ahora comprara el que menos le llamaba la atención? Tal vez sus corazonadas estuvieran alrevesadas, y antes de que pudiera meditarlo mejor ya estaba pagando un nuevo cachito.
Entonces volvía a comenzar todo y en casa cenaba el pan negro y duro con gran apetito imaginándoselo fino y suave. Miraba a Marcela tan malvestida y con ese eterno aire de cansancio que no la dejaba y sonreía jurándose que muy pronto no haría más que estar sentada sin hacer nada, simplemente disfrutando la vida como lo merecían.
La tarde de ese viernes salió más cabizbajo que nunca. En el trabajo les acababan de informar que la empresa atravesaba por una crisis profunda y que la mitad del personal tendría que ser despedido. Juvencio se repetía que su puesto era clave, que manejaba mucha información confidencial, que a él no lo tocarían. Sin embargo, era preferible prescindir del billete de lotería esta vez, era mejor prevenir que lamentar y por primera vez en mucho tiempo pasó de largo sin titubear. Pero cuando llegó a casa deseando tirarse en cama y olvidarse de todo, lo esperaba Marcela con un sobre entre las manos y los ojos llorosos por la emoción. Con la voz temblorosa y una sonrisa enorme le informó que pronto serían papás. ¡Casi se desmaya! Apenas cabían ellos dos en aquel cuarto alquilado ¿y si perdía el empleo?, ¿y si no tenía la capacidad necesaria para ser un buen padre?
Miró el reloj: ¡las 7:50! A las 8 en punto cerraban el expendio al final de la calle. Salió corriendo sin mirar atrás, la solución a todo estaba en la lotería, el destino es caprichoso, quería hacerle creer que estaba acorralado, pero no, eso significaba que la fortuna estaba por llegar. Contó a toda prisa las monedas que llevaba en el bolsillo del pantalón, le alcanzaba para cuatro cachitos, doble inversión doble ganancia. Eligió el que terminaba en 2 porque le pareció el más desafortunado. Todos llevan el del 7, el del 5 y hasta el del 9, pero al número dos no hay quien lo tome en cuenta ¡Ese tenía que ser el ganador! Y mientras atravesaba la plaza caminando con las manos metidas en los bolsillos del pantalón imaginaba a su hijo corriendo en su propio jardín mientras el perro Pipo —que por ahora también era una ilusión— corría tras él ladrando de gusto.