Ecos de Mi Onda

De la locura al idealismo

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Cuando un loco parece completamente sensato,

es ya el momento de ponerle la camisa de fuerza.

Edgar Allan Poe (1809-1849)

 

 

Don Quijote Víctor Gutiérrez recorte
(Foto: Especial)

La locura se define como el trastorno o perturbación de las facultades mentales, pero también se refiere a las acciones imprudentes, insensatas o poco razonables que realiza una persona de manera irreflexiva o temeraria. Así pues, un loco actúa de manera irracional y es señalado por alejarse de una conducta ajustada a las normas sociales establecidas. En broma se dice que se deschavetó, que se le aflojó un tornillo, que se le fundió un fusible, pero esto puede ser en serio cuando un individuo sufre de una enfermedad mental, un trastorno neurótico o psicótico que lo conducen a perder la capacidad de distinguir la realidad de la ficción, y por lo tanto a manifestar un comportamiento atípico dentro del grupo social del entorno en el que éste convive, que puede deberse a un cuadro complejo de disfunciones fisiológicas, biológicas o psicológicas.

Sin embargo, si se considera a la locura sencillamente como aquella conducta que se aleja de las normas sociales establecidas en una determinada comunidad, esto puede provocar, y ha provocado a lo largo de la historia, un trato injusto hacia las personas que cometen la infracción de ser diferentes. El castigo a esta trasgresión resulta variable según los casos, desde una actitud indulgente, cuando el ámbito social no advierte un riesgo para conservar su equilibrio relativo, hasta la separación o eliminación física del agente transgresor si significa una amenaza para la estabilidad social.

Se dice que un cerebro dañado en alguna de sus partes repercute en la personalidad y temperamento de una persona. Se tiene la historia de un ferrocarrilero llamado Phineas P. Gage, quien en 1848 trabajando con explosivos en la construcción de una vía ferroviaria en Vermont, sufrió un accidente con una barra de acero que salió disparada por la explosión y le atravesó el cráneo, entrando por el lado izquierdo de la cara, pasando por detrás del ojo izquierdo y saliendo por la parte superior de la cabeza. Se cuenta que Phineas no estuvo inconsciente en ningún momento y que, en lo que se considera un milagro médico, dos meses después se reportó prácticamente recuperado y fue dado de alta. Sin embargo, el daño en el lóbulo frontal le provocó cambios de personalidad, transformándose de una persona seria y responsable, a un hombre inestable y pendenciero; al poco tiempo fue despedido de su trabajo y se enroló en un circo para mostrar con orgullo su impresionante herida. Sobrevivió al accidente alrededor de trece años, pero finalmente murió víctima de crisis epilépticas recurrentes. La historia clínica de Phineas P. Gage constituyó un paso en el conocimiento de las funciones cerebrales, aportando los primeros datos científicos para relacionar al lóbulo frontal con ciertos rasgos de la personalidad.

En un contexto diferente, pero en el que se maneja el tema de los cambios de personalidad y temperamento, Don Miguel de Cervantes Saavedra trazó un personaje que vivía en un lugar de la Mancha y que frisaba los cincuenta años, Don Alonso Quijano, Quijada o Quesada (“¡Qué importa!” dice el narrador). Este hombre no fue golpeado en la cabeza directamente, pero se nos platica que se enfrascó a tal grado en la lectura de libros de caballerías, que de tanto leer se le secó el cerebro, evadiéndose de la realidad para vivir en las fantasías a las que lo transportaban las aventuras de los grandes caballeros como Palmerín de Inglaterra, Amadís de Gaula o su hermano Don Galaor, Bernardo del Carpio, Roldán el Encantado, o Reinaldos de Montalbán. De esta forma, sale de su casa en su caballo Rocinante con la intención de convertirse en caballero andante, para luchar en favor de las causas justas, en nombre de su bien amada princesa y señora, Doña Dulcinea del Toboso. Llega a una posada que en su mente se convierte en castillo y pide al ventero (el señor del castillo), que le otorgue la gracia de nombrarlo caballero después de velar las armas. El ventero socarrón le siguió la corriente y finalmente concluye la farsa brindándole la orden de caballería.

Se trataba pues de una intención idealista nacida de un delirio; un idealismo subjetivo montado en las fantasías creadas en la mente del caballero andante, las cuales compartía con su escudero Sancho Panza, quien a regañadientes, pero inflamado de las emociones que le despertaba la elocuencia de su amo y de un convencimiento peregrino nacido del interrogatorio: ¿Y qué tal si todo lo que dice el Caballero de la Triste Figura resultara cierto? El idealismo quijotesco se centraba en la tendencia a mejorar la realidad circundante, siguiendo los dictados de un corazón noble y desinteresado, aun a costa de los peores sufrimientos, con la única condición de que el beneficiado de sus acciones heroicas se inclinara a rendir tributo a su dama y señora Dulcinea. En el sacrificio no cabían las decepciones.

Don Quijote nos invita a seguir esta actitud ejemplar ante la vida real y todos los complejos problemas que siempre la acompañan, tanto en el orden individual, con los propios conflictos personales, como en el ámbito colectivo y las dificultades que representan las relaciones humanas para orientar por un mejor camino, los esfuerzos que comprendan el bienestar común. Pero no podemos, como el novelesco Don Quijote, confundirnos con los molinos de viento, ni con los rebaños de ovejas.

Cuando todo el mundo está loco, ser cuerdo es una locura, dijo Paul Samuelson, un economista norteamericano del siglo XX, lo cual parece ser una gran verdad en nuestro mundo actual, que se va desgastando en el camino de un sistema basado en el consumo permanente, para mantener la dinámica de los procesos de producción que sostienen la economía y el meta-estable equilibrio social. La perturbación mental de las élites poderosas no les permite dar crédito, o tal vez no les importa, a las graves señales que emite un mundo que se está convulsionando con crisis inéditas por la enorme magnitud de los fenómenos sociales, que muestran enormes diferencias entre los pocos que tienen mucho y la incontable masa de seres humanos que prácticamente carecen de todo, techo, alimento, casa, vestido, ilusiones, esperanzas, de al menos una minucia de consideración. Los problemas migratorios por estas desigualdades, acompañadas siempre de violencia, son innegables, al grado de que millones de personas de África y del Oriente Medio buscan sobrevivir encaminándose a Europa y en México se ha empezado a observar el tránsito de africanos hacia los Estados Unidos. La dramática travesía de centroamericanos, violentados en sus derechos humanos por el hecho de buscar mejores condiciones de vida, es también ejemplo de la deshumanización que prevalece en el mundo.

¿Cómo transformar la locura en idealismo? ¿Cómo evitar que se haga realidad que cuando todo el mundo está loco, ser cuerdo es una locura? Tenemos que velar las armas para armarnos caballeros quijotescos y empezar por el principio, por nuestro propio entorno y comenzar por resolver los pequeños problemas que nos aquejan, pues si no resolvemos los problemas pequeños ¿Cómo pensar en resolver los complicados? Una clara evidencia de la descomposición del tejido social es la indiferencia de los individuos que la componen, una complicidad de acción o al menos de omisión. En Guanajuato, un ejemplo sencillo es el abierto vandalismo de un gran número de adolescentes que se sienten grafiteros, mal que más que resolverse, parece que aumenta día a día, afectando ostensiblemente a miles de ciudadanos guanajuatenses.

En este caso es interesante reflexionar sobre la actitud que vienen mostrando los adolescentes, y la visión errónea que tienen sobre su actividad vandálica. En esencia, un grafitero es un transgresor de la ley, que como anónimo solitario reta a la autoridad imprimiendo los signos de una especie de firma ilegible en un espacio de difícil acceso, lo que llevado a cabo le proporciona el placer de un triunfo callado en el que no hay aclamaciones. Ahora se han invertido los papeles, la falta de autoridad ha permitido que la muchachada haga de rayar groseramente las paredes un hábito, una conducta que se hace normal, y que incluso, los jóvenes que no ven con buenos ojos este comportamiento y que no participan en las pintas, sean ahora los transgresores de la normalidad, para pasar a ser los diferentes, los señalados, las víctimas del bullying. Esto parece exagerado, pero la tendencia está a la vista, los jóvenes gozan con sentirse los malvados y no hay autoridad (y al parecer ni interés), paterna, legal, política, judicial, que atienda este sencillo problema; para los locos, los cuerdos son los locos.

Así, los problemas se van diversificando y multiplicando, en el seno de una sociedad molesta, inconforme, que se adentra en la locura del resentimiento para sencillamente cobrarse a su manera las injusticias, genuinas o parcialmente supuestas, que percibe, optando por la violencia o por la evasión. El idealismo, como la opción de decidir por mejorar las condiciones de vida del entorno, siguiendo los dictados de un corazón noble y desinteresado por luchar por la justicia y por el bien común, aún a costa de la incomprensión inicial, queda entonces guardado en las páginas de un libro que nadie lee, que a nadie le interesa.