Las cosas como son

De cara a los hechos

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Inmerso en el intento de aprehender cómo son las relaciones de la literatura poética con la realidad del mundo, se revela como certeza el hecho de que una lectura, siempre, conduce a otras mediante la efusión de vislumbres, certezas, relampagueos mentales, conmociones. Imposible evitarlo. Hiroshima, por ejemplo, la detonación atómica, reclama acercarse a Günter Grass, a su conferencia “Escribir después de Auschwitz”. Acaso lleva a preguntar, en el mismo sentido, “¿Escribir después de Hiroshima?”. Entonces, importa situar delante de la mirada, cuando menos, la descripción posible del hecho mismo. He aquí un texto histórico donde se refieren los efectos inmediatos aquel 6 de agosto de 1945:

“La bomba lanzada en Hiroshima tenía una potencia equivalente a veinte veces la explosión de mil toneladas de TNT. Los efectos mortales de esta bomba podían proceder de tres causas distintas: la acción mecánica de la onda expansiva, la temperatura desencadenada y la radiactividad. El calor generado por la energía liberada se elevó a temperaturas capaces de fundir la arcilla, alcanzando decenas de miles de grados. Este colosal desprendimiento provocó una columna de aire huracanado y a continuación, para llenar el descomunal vacío, se produjo otra onda en sentido contrario cuya velocidad superó los 1 500 kilómetros por hora. El terrible soplo produjo presiones de hasta 10 toneladas por metro cuadrado. El detalle de estos efectos sobre la ciudad llega a lo indescriptible: trenes que vuelcan como golpeados por un gigante, tranvías que vuelan con una carga de cadáveres hechos pavesas, automóviles que se derriten, edificios que se desintegran y se convierten en polvo incandescente, manzanas de viviendas que desaparecen por un ciclón de fuego. Toda una zona de 2 Km de radio se transformó en un crisol, que la dejó arrasada como si un fuego infernal y un viento cósmico se hubieran asociado apocalípticamente. Y en kilómetros a la redonda, incendios y más incendios atizados dramáticamente por un vendaval de muerte. Por los restos de lo que fueron calles, empezaron a verse supervivientes desollados, con la piel a tiras, unos desnudos, otros con la ropa hecha jirones. Los que murieron en el acto, sorprendidos en el punto de la explosión, se volatilizaron sin dejar rastro. Tan sólo alguno, situado junto a un muro que resistió la onda expansiva, dejó una huella en la pared, una silueta difuminada de apariencia humana, como una sombra fantasmagórica, que fue en lo que vino a quedar el inmolado. Otros se vieron lanzados, arrastrados por un rebufo arrollador, y se encontraron volando por el aire, como peleles de una falla sacudida por un vendaval. Alguno fue a parar milagrosamente a la copa de un árbol, a muchos metros de distancia de su lugar de arranque. En los alrededores del punto cero, todo quedó carbonizado. A 800 metros, ardían las ropas. A dos kilómetros, ardían también los árboles, los matorrales, los postes del tendido eléctrico, cualquier objeto combustible. Tal era la fuerza del contagio ígneo. […] Hombres desintegrados, así como objetos diversos, dejaron su sombra grabada sobre los muros de las paredes en cuya cercanía se encontraban en el momento de la explosión. La onda calórica siguió exactamente los contornos de una silueta y la grabó, para siempre, sobre la piedra. […] Y cuando los supervivientes se recuperaron del horror y los servicios de socorro empezaron a prodigar sus cuidados a los heridos y a los quemados, se produjo la caída de una lluvia viscosa, menuda y pertinaz, que hizo a todos volver los ojos al cielo: el aire devolvía a la tierra, hecho toneladas de polvo y ceniza, todo lo que había ardido en aquel horno —personas y cosas— y que las corrientes ascensionales habían succionado hasta las nubes.”

Silencio. Otra vez silencio. ¿Cómo articular cualquier cosa? De ahí la importancia de la conferencia de Grass, que elaboró a partir de una frase de Theodor W. Adorno: “escribir un poema después de Auschwitz es una barbaridad”, derivada de considerar los campos de exterminio como “cesura y quiebra irreparable en la historia de la civilización”. En este caso cabe preguntar: ¿no admiten la misma consideración Hiroshima y Nagasaki, todas las dictaduras del siglo XX, Sarajevo y Srebrenica, Ruanda, Afganistán, Acteal, y todos aquellos sitios donde un ser humano es derribado a causa del abuso ejercido por su “semejante”? ¿No son todos ellos ejemplo palmario de “cesura y quiebra irreparable en la historia de la civilización”? De no ser así, ¿cuántos hombres asesinados y con qué métodos para tener cabida en esa consideración? ¿No deberían ser en su origen inconcebibles, injustificables?

Del relato de esos acontecimientos, por supuesto, a uno puede quedársele como urticaria un conflicto moral y una conmoción, aspectos relativos también al quehacer artístico, mas no constitutivos. Grass señala, sobre este particular, que la frase de Adorno se le convirtió en precepto cuya exigencia fue la renuncia al color puro y la prescripción del gris y sus matices como una forma de ascetismo indispensable, expresada en todo caso con un lenguaje dañado. De ahí proviene, entonces, un tono, una forma de decir cosas (triste, desolada, desesperanzada), detectable en poemas como “El canto de guerra de las cosas” de Joaquín Pasos, los “Poemas Humanos” de César Vallejo (no relacionados por fuerza con Hiroshima y Auschwitz sino con ese rasgo infausto de la condición humana).

Mas también es necesario no malinterpretar el imperativo categórico hasta convertirlo en prohibición (la idea sigue siendo de Grass), porque esto significaría obstaculizar el camino de la fe en el futuro, “deseosa de un nuevo comienzo pero a la vez como preservada de todo daño”, significaría la renuncia del ser humano a sí mismo. En su texto “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”, el autor de “Los amorosos” impreca “Maldito el que crea que esto es un poema”, pues al volcar en palabras su dolor por la muerte del padre exige respeto a lo genuino de su sentimiento que, resulta paradójico, logra expresar en un texto que tiene la forma de un poema. De lo que se trata, entonces, es de crear una obra poética que pueda influir en el ánimo de quienquiera que lo lea por la contundencia de sus hechos expresados sin forzamiento alguno. Lo crucial consiste en conservar la atención enfocada en la pregunta: ¿puede escribirse después de esto? De ser afirmativa la respuesta, la obra pergeñada tendrá una significación percutiente dado su carácter de necesario decir: tiene que ser imprescindible.