Entre amlovers y pehaters

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Octavio Gómez Jiménez

Clowns to the left of me!
Jokers to the right!
Here I am, stuck in the middle with you.

La incorporación de las redes sociales a la lucha política, lejos de depurarla de las prácticas que tan mala fama le han dado, no sólo las ha continuado, sino en muchos casos las ha amplificado. No se trata de estar a favor o en contra; su presencia es ya una realidad ineludible con la cual habremos de lidiar cada vez más. Se trata más bien intentar entenderlas y usarlas a favor de la sociedad antes que de los grupos políticos, cuya naturaleza, independientemente de orientaciones ideológicas, será siempre conseguir y mantener el poder en beneficio de sus propios intereses, que coincidirán con los del ciudadano de a pie, sólo en la medida en que no les estorben.

Asomarse al debate público en las redes es encontrarse con algo más parecido al tiberio (o franco zipizape) de un estadio de futbol, que al diálogo del ágora. Igual que el estadio que se divide en dos colores, donde no hay cabida para el matiz o la observación imparcial, la discusión en Twitter, por ejemplo, está dominada por una polarización irreductible, donde cualquier intento de mesura es considerado “tibieza”, y donde el disenso se vuelve apostasía. La mayor parte de esa discusión, como en el fútbol, se da en el plano afectivo, donde la racionalidad del argumento es sofocada por la estridencia de una descalificación que rápidamente degenera en insulto. El mecanismo psicológico subyacente al fanatismo futbolero parece ser el mismo que opera en la adhesión política, pues ambas comparten esa misma ilusión de sentirse parte de un grupo que, en los hechos, obedece a lógicas ajenas por completo al control del individuo, quien no deja de ser un mero espectador, si no un instrumento, con un poder de influencia muy reducido, cuando no, inexistente.

Resulta desalentador ver cómo el ciudadano promedio asume como propio el discurso de una facción política u otra, al grado de llegar a considerarlo parte de su identidad como individuo, haciéndose común leer en redes a usuarios airados u ofendidos por algún comentario en contra de algún líder político, como si se tratara de un familiar a quien debiera defenderse para salvar la honra del apellido. Sobra tratar de explicarles que la actuación responsable de un ciudadano debiera ser la expresión de su simpatía política mediante el voto, para después vigilar al beneficiado por él y exigirle el cumplimiento de aquellas promesas con las que ganó nuestra confianza. Sobra invitarle a evaluar racionalmente el desempeño de la clase política porque en algún punto se convenció de que al admitir una afinidad política estaba comprometiendo parte de su identidad, y de que cuestionar a los referentes de esa afinidad era cuestionarse a sí mismo.

Por supuesto, este fenómeno no es nuevo, pues está arraigado en la naturaleza gregaria de nuestra humanidad, en ese deseo de pertenencia que nos ha hecho desde siempre participar en agrupaciones religiosas, bélicas o comerciales que, al trascender al individuo, le aportan algún grado de certeza, sin el cual la realidad le resulta caótica y apabullante. Lo nuevo, en todo caso, es la manera como las redes sociales adaptaron ese sentimiento y han intensificado esa sensación de pertenencia junto con la ilusión del ciudadano raso respecto a su injerencia en los grandes asuntos privados, colectivos y de nuestra sociedad. Para el usuario de las redes, recibir un like o un retuit de alguno de sus líderes de opinión es equivalente a la condecoración del soldado por su heroísmo en una guerra cuyos motivos muy probablemente ni alcance a comprender. Ver su respuesta al lado de la de alguien que admira, y que de otra manera consideraría inalcanzable, refuerza su convicción, a menudo a costa del más elemental ejercicio de reflexión.

La influencia de las redes sociales en la arena política puede verse cada vez con más claridad en el mundo entero, como lo ha puesto de manifiesto el caso de los EE.UU., no sólo en su más reciente contienda presidencial, sino, de hecho, durante todo el gobierno de Donald Trump, Twitter fue su principal herramienta de comunicación política, revelando con claridad las ventajas y los peligros del uso político de esta plataforma de difusión y agitación política.

En el caso de México, ya desde el gobierno de Peña Nieto, por lo menos, había conciencia de que buena parte de la “conversación pública” se daría en el ciberespacio, y así fue que, desde el inicio de su mandato, se creó la Estrategia Digital Nacional, coordinada por Alejandra Lagunes, quien había formado parte de su equipo de campaña, y sobre quien recaerían varios señalamientos, entre los que destacaron la planeación de campañas negras, el manejo de granjas de bots, la contratación de supuestos hackers y el mal uso de las bases de datos, es decir, todo aquello que hoy se ha vuelto cotidiano en el mundo de las redes sociales.

Si pensamos que esas prácticas desaparecieron con el sexenio priísta resultaría ingenuo, por decir lo menos. Actualmente, no hay gobierno alguno que pueda sustraerse al intento de usar las redes sociales para dirigir la formación de opinión a su favor, no sólo porque forma parte de las asignaturas obligadas en el ejercicio del poder, sino porque, de no hacerlo, quedaría en franca desventaja respecto a sus adversarios, quienes no dudarán en echar mano de este recurso sin el menor recato. Hay muchísima evidencia técnica que muestra con claridad la vigencia de esas prácticas, tanto a favor como en contra de la autodenominada 4T. No es incidental la ofensiva que desde Palacio se ha desplegado en contra de Twitter, ni su frente legislativo acaudillado por Ricardo “avanzadilla” Monreal. Si antes el control de los medios de comunicación se ejercía mediante la cooptación o la restricción del acceso a insumos (concesiones del espectro radioeléctrico, publicidad para radio y tv o el papel o para los periódicos), hoy se yergue la sombra de la regulación de la Internet como una urgente necesidad.

Pero mientras no se concrete esa nueva forma de “censura blanda” (parafraseando a los adeptos del oficialismo y su petate del muerto del “golpe blando”), es fácil constatar la adaptación de las viejas prácticas al moderno campo de las redes sociales. Igual que antaño, hoy vemos provocadores bajo el pintoresco anglicismo de haters. Encontramos también “acarreados”, aunque ahora no acuden a “apoyar” con la promesa de un lunch o un bulto de cemento, sino de likes o seguidores. Los antiguos porros, provocadores o grupos de choque hoy son redes virtuales dirigidas con sutileza tecnológica desde las cloacas de la tecnología al servicio de la clase política. Quizá la única novedad sea la creación de esas identidades falsas conocidas como troles y bots, programas informáticos usados para crear tendencias e inflar quórums.

Pero de toda esta nueva realidad en el debate público, quizá lo más desalentador sea ese sector opinante que podríamos denominar botregos, integrado por individuos que concurren voluntariamente, y que, tratando de compensar su falta de luces con vehemencia, se comporta igual que la tradicional “borregada”, cuya opinión seguía los veleidosos vaivenes del discurso de los políticos, pero ahora desde una plataforma tecnológica que amplifica los alcances de su sumisión, prestos lo mismo a vitorear la retórica del líder que a “linchar” a cualquiera que se atreva a criticarlo. Son ciudadanos libres y, casi siempre, bien intencionados, pero que han claudicado al pensamiento crítico y su derecho a disentir en favor de una narrativa política (que ya ni siquiera de una ideología) maniquea y reduccionista que los pone del “lado correcto de la historia”.

Y es así que nos vemos hoy sumidos en este diálogo de sordos, producto de una polarización usufructuada por una clase política que la alimenta con discursos tan incendiarios como vacíos con los que se acusan mutuamente de haberla iniciado. Así vemos a diario a ciudadanos violentando dichos contra otros ciudadanos con los que, muy probablemente, tienen más en común que con aquellos políticos a los que defienden, cerrando la puerta así a una verdadera conciencia ciudadana vigilante de un poder cuyas decisiones, quiéranlo o no, les afectan a todos por igual.

Si el ciudadano se definiera políticamente en función de sus propias necesidades y no de siglas huecas, e incluso insultantes (PVEM, por ejemplo), si dejara de considerar a su vecino su opuesto sólo por haber votado por otro partido, podríamos aspirar a una sociedad convertida en un verdadero actor político, organizado como contrapeso efectivo de las arbitrariedades, excesos y vicios de la clase política, para lo cual, hoy como nunca, las tecnologías de la información se nos presentan como una herramienta invaluable que debiéramos usar en nuestro propio beneficio, en lugar del de los grillos de siempre.

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