He de confesar como ser sedentario, cuyo único deporte es la auto destrucción, que los juegos olímpicos son de aquellas cosas que, salvo los memes, me pasan de noche. No es que sea aquella indiferencia payasa de prefiero leer o aquel asunto de envidia ante cosas que para un cuerpo normal serian completamente imposibles. Tan solo es que aquello de competir no me gusta, ni para mí ni para nadie.
Lo primero que llamó mi atención en esta justa, y no pienso dejarlo pasar ni aunque no tenga nada que ver con el punto que estoy buscando, es que los juegos se nombraron todo el tiempo con el año 2020, lo cual a mi me gustaría que sucediera en todo, sobre todo a nivel deudas y currículo y aun poniéndonos más intensos hasta descontando de nuestra edad este periodo donde la pasamos mayormente en la sombra temiendo por nuestras vidas.
La cuestión es que son seres humanos, en su mayoría niños o jóvenes, haciendo cosas que son técnicamente extraordinarias y pues no se necesita una preparación especial para ver y entender que están luciéndose. Pero mis noticias favoritas de esta justa no se trataron de hazañas deportivas, si no humanas.
Me sorprendió de sobremanera ver a los competidores reinvindicando causas especificas, como lucir su raza, orientación sexual y posición política. La negritud, la congruencia, la condición de refugiado, las nuevas masculinidades, la lucha feminista y la homosexualidad hicieron una hermosa gala en la que nos demostraron que aquellas condiciones que podían dificultarte e incluso costarte la vida, ya están en camino de ser representativas, dignas y motivo de orgullo.
Pero además de estas, en los juegos salieron a relucir los valores como la solidaridad, la sororidad, la amistad, la salud mental, la aceptación de la diversidad y demás cosas que nos hacen bellos seres humanos todos los días y no solo en competencias. Ahora sí creo que son personas haciendo cosas extraordinarias y a pesar de la cuestión económica global que en realidad hizo que todo est se celebrase a pesar del riesgo, creo que ha valido la pena, por lo menos para recuperar la fé en las personas, que es algo que con la distancia se nos había olvidado.