Histomagia

El inquilino

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Creer que Guanajuato es solamente una ciudad turística donde las personas transitan por momentos y regresan a sus ciudades a ser los ojos para otras personas contando lo que aquí vivieron y vieron, es creer que el misterio, soledad y aires de la sierra que transportan las almas muertas no existen. Pues no es así. Toda la magia que cubre a esta gran y mística ciudad se mueve entre el cielo y la tierra, que existe real y en su espíritu de ciudad enterrada debajo de la actual.

Ya se sabe que Guanajuato es dos Guanajuatos, que siempre estarán unidos mediante la magia de esas almas que juntas logran unir para siempre estas dos ciudades haciendo una única que muestra al mundo la riqueza tanto física como espiritual que la historia ha dejado en cada rincón de este lugar. Ante esto, y sin saberlo, a veces los ojos del turista ven cosas que no están realmente ahí, son espíritus que les gusta salir en las fotografías, que les gusta estar presentes, por eso es que muchas de las capturas que hacen, cargan la energía en esas imágenes inexplicables donde los fantasmas aparecen o son solamente almas que no saben que murieron y siguen haciendo sus rutinas de pasear por el Guanajuato antiguo o el reciente.

Me contó mi amigo Ángel que su vida siempre estuvo rodeada de espíritus que él creía que eran sus antepasados que lo cuidaban. En la casona que heredó ahí en uno de los callejones más conocidos de  Guanajuato, él vivía en soledad, pero siempre se le presentaban, de una u otra forma, los espíritus de la casa o de las casas vecinas o de la iglesia colindante y me decía: “como que siempre antes había camaradería entre las personas y eso se refleja en su vida después de la muerte”, bueno, eso pensaba, hasta que una tarde, cuando a subiendo por las escaleras de la subterránea, sintió que alguien o algo lo venía siguiendo; mi amigo pensó que de seguro era uno de los veladores que en ese entonces rondaban la subterránea, volteó a ver quién lo seguía y no vio nada ni a nadie…se le hizo extraño… igual y era otro de esos fantasmas que deambulan por esa calle que antes era el río que cruzaba todo el Guanajuato antiguo.

Bueno, la vida de Ángel siguió como si nada, como siempre -me contó- los fantasmas de su casa le movían las cosas, los escuchaba en las parduzcas tardes cuchichear cerca de los ventanales que daban al callejón, a veces veía las sombras que cruzaban de la sala a la cocina, o también los veía sentados en los balcones como esperando el tiempo, como extrañando la vida en las ahora entrañas de esta ciudad, en los muros de piedra antigua que aún sostienen las casonas del centro, algunos teatros, e incluso el edificio central de la Universidad.

Ante su cotidianidad espectral, mi amigo seguía su rutina de bajar y subir a la subterránea. Y ahí fue cuando sin querer se dio cuenta que nunca estaba solo incluso fuera de la casa. Resulta que una madrugada en que salía del teatro, bajó rápidamente las escaleras para ir a su carro estacionado abajo, tan rápido lo hizo que escuchó un “espérame”, volteó de inmediato y fue entonces que lo vio: entre las luces y sombras del túnel vio que el ser que lo llamaba se apresuraba a alcanzarlo, no corría, se desplazaba velozmente, levitando, pero cuando volteó Ángel, esa entidad se quedó suspendida en el aire, a la expectativa, mi amigo sólo veía cómo su energía lo mantenía flotando…era como humo negro, gris, era como velos ondulantes al compás del frío viento de la sierra que bajaba en esa ya madrugada. Mi amigo sólo atinó a darse la vuelta e ir corriendo a su auto, pero en lo que lo encendía, el espectro llegó y lo miraba con ojos sombra, negros, cuencas negras, formadas por ese ectoplasma… Ángel puso el auto en marcha, arrancó y pensó que lo había dejado ahí, pero no, por el retrovisor vio como ese fantasma iba pegado al techo de su auto, ahí adentro, acompañándolo en su viaje a casa… y en ese instante mi amigo pensó que tal vez era una de esas almas con las que convivía diariamente, digo, la desesperación por no quedarse atrás y alcanzarlo…era más que evidente que necesitaba seguir con él para cuidarlo, o acompañarlo, o no sé. En ese instante mi amigo aceptó su compañía, sabía que era de los de casa, era un alma fiel… cuando llegaron él bajó del auto y vio cómo ese espíritu ya estaba junto a él. Caminaron hacia el callejón, y ya más tranquilo vio a su acompañante traspasar los viejos muros de piedra, Ángel sólo suspiró, esbozó una sonrisa y entró a la casona, esa que está ahí a la entrada del callejón del Potrero. Por cierto, ahora tiene un árbol enorme, o enredaderas, no sé, pero abandonada está. Así como se sentía mi amigo que murió hace años ya viejo, añorando siempre la compañía humana, que solo la conseguía con sus amigos que lo visitábamos de vez en vez y con los espíritus de las almas muertas de por ahí. ¿Quieres conocer la casona en que vivió mi amigo? Ven, lee y anda Guanajuato.