Normalmente asociamos el calor con la felicidad, el descanso de verano y de semana santa, convivir comiendo un helado o bebiendo una cerveza helada, la playa, los niños corriendo vestidos de blanco con guirnaldas de flores y sandalias sobre un luminoso campo de margaritas, aquellos dibujos con el sol sonriendo, en fin el idilio y el placer.

Al retirar esta romántica postal de mi vista para observar la realidad, me encuentro con un ventilador que ya no da de sí y que tan solo agita un aire cada vez más viciado y caliente, comida que se echa a perder a velocidades astronómicas, personas de mal humor, cansadas todo el tiempo incapaces de encontrar ropa adecuada para llevar a cabo sus actividades sin perder la dignidad por descubiertos o el conocimiento por un golpe de calor, perros que se tuestan sus patitas con un asfalto con potencial para cocinar un huevo. Mañanas pegajosas, mosquitos que zumban cerca de los oídos antes o después de robar tu sangre, camas que se convierten en comales, bebidas refrescantes que en minutos parecen caldos espesos. Todo luce más apocalíptico que agradable.
Regresando al tema de la felicidad, entendiendo ésta como un mandato moderno que casi siempre se encuentra ligado al consumo y a la realización a través de cumplir con una check list de objetivos y de victorias competitivas, encuentro el punto necesario para que este laberinto vaya más allá de ser un desahogo contra el bochorno que estamos viviendo y transmutarlo en una sudorosa reflexión: esta ola de calor es consecuencia, entre otros fenómenos climáticos, de este modelo de fabricación y de consumo que está acabando con el planeta para producir cosas que no necesitamos y esto es visto desde el más simple punto de vista ambientalista.
Pero todavía queda más, lo insoportable de esta situación, lo improductivo, lo cansado, las dificultades que enfrentamos para dormir y para comer, lo desigual que es vivirlo desde una casita con un techo de lámina que desde un penthouse con aire acondicionado, lo desesperante que es tener que seguir con la cotidianeidad y la producción a pesar del riesgo y el dolor que ello representa, es a fin de cuentas un reflejo cruel y descarnado del mismo sistema económico al que estamos sujetos.
El calor sólo es agradable si contamos con las mínimas condiciones para disfrutarlo, tiempo libre, dinero para un helado, una cerveza o un viaje a la playa, libertad para no tener que vestir traje y zapatos, además por tiempo limitado, para resto, que son la mayoría solo quedan las soluciones que venden a los problemas que ellos mismos generaron, como los ventiladores de mano que ahora he visto tanto en el metro. Todo se resume en una sola palabra: insostenible.