Ecos de Mi Onda

Sin tarea pendiente

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Éramos la pura inercia

José Agustín (1944-2024) Escritor mexicano

Guanajuato, agosto de 1973

Luis empezó a sentir un evidente alejamiento de su gran amigo Mario, a quien notaba francamente atribulado por los conflictos amorosos que padecía con su novia Claudia, lo cual lo hacía lucir, como todos en el círculo de amigos lo pensaba, patéticamente deprimido. La cordialidad fraterna entre ambos se evaporaba y Luis sentía una especie de resentimiento, que no le comentó a Mario por dos razones, una por prudencia y otra, porque quería calibrar que tan gruesa era la coraza de su amigo, que después de tantos años de amistad, no tenía la confianza para disolverla y platicarle sus penas, lo que significaba entonces para él, que nunca le había estimado lo suficiente como para abrirse, platicar y darle la oportunidad de brindarle el consuelo de un verdadero amigo. En consecuencia, optó por alejarse, no puedo andar con un zombi apendejado al que le dieron toloache, pensaba con enfado.

Comenzó a juntarse con Sergio, quien era la otra cara de la moneda de Mario, desgarbado, disipado, bromista, con fama de pacheco, lo que a Luis le causaba gracia, pues era un tipo muy diferente a los amigos del círculo normal con los que solía convivir en la escuela de Química. Una tarde que regresaban a la casa de asistencia, después de dar la vuelta con los cuates por el jardín, tomarse un café en el Pingüis y fisgonear las novedades en una tienda de discos, entraron platicando amenamente al cuarto de Sergio y Luis vio cómo éste se aflojó la camisa y se sacó de entre la cintura del pantalón dos discos de 45 revoluciones, uno de los Rolling Stones y otro de Gilbert O´Sullivan  –Épale ¿Cómo le hiciste Checo?, ¡no jodas, si te cachan nos cargan a todos al tambo!–  le reclamó Luis –Jejejé ¿cómo crees? Mira…– Abrió un cajón del ropero y le mostró ufano la extensa colección musical producto de su delincuencia– Sólo hay que estar calmaditos, serenos y ser rápido de reflejos mi buen.

Esa actitud de atrevimiento en cierta forma le atraía y a la semana siguiente que fueron a la tienda de discos, Luis sudaba por la intención de imitar a Sergio, tomaba un disco, luego otro y fingía leer la funda, observando a las dependientas para que, en cuanto se descuidaran ¡zaz!, esconderse el disco bajo la camisa. Pero no sólo se necesitaba rapidez, quién sabe, tal vez se trate realmente de alguna habilidad genética, pues la dependienta empezó a gritar –¡Se está robando un disco! Al verse descubierto se lo sacó apresuradamente y lo devolvió al estante, lo que lo delataba aún más. Para su buena suerte, en forma insólita, la encargada sólo lo miró y le pidió a la compañera que se calmara, que ya lo había devuelto. Sergio observó cuando Luis salió de la tienda con la cola entre las patas. Sin embargo, era algo más profundo, sentía una opresión que le quitaba el aliento, la pesadumbre de la detestable humillación de haberse visto sorprendido en flagrancia.

En realidad, sólo lo había hecho por juego, podía comprar el disco de Santana que había seleccionado, de ninguna manera consideraba que podía ser un ratero. Caminó presuroso hacia su casa y se encerró en el cuarto, apenado, sudoroso, rumiando la rabia de haber intentado emular la estúpida intrepidez de Sergio, quien al encontrar a Luis por la tarde y verlo tan compungido, no le confesó que él sí se había robado un disco. Para tratar de mitigar el mal momento, al día siguiente Sergio invitó a Luis a una fiesta, va a estar bueno el borlote, ya lo verás Güicho, va a ser en la casa de un cuate que se llama Sebastián, le dijo. El estudiante cordial y responsable, no tenía intenciones de irse de pachanga, pero finalmente se convenció de que estaba bien, en realidad no tenía asuntos inmediatos importantes por atender, ninguna tarea pendiente por terminar, así que se decidió por aceptar la invitación de Sergio.

Llegaron a la casa de Sebastián, un pequeño departamento por la Calzada de Guadalupe y al entrar encontraron una salita que a Luis le pareció atestada, sobre todo por el pequeño tamaño del espacio que, observando ya con detalle, era ocupado por una docena de chavos de franca apariencia jipiosa, echando relajo, tomando cerveza y fumando, al grado de que el humo denso se podía cortar en bloques. Sergio saludó a Sebastián, un tipo delgado en extremo, casi pelón del frente, pero melenudo y con barbita de chivo. Sergio le presentó a Güicho como –un cuate a toda madre– Los cuates de mis cuates son mis cuates– exclamó y los invitó a sentirse en confianza. 

Ambos se integraron al grupo, pero después de dos cervezas Luis empezó a sentirse fuera de lugar, no estaba cómodo viendo como todos reían y contaban anécdotas con un lenguaje críptico que no lograba descifrar del todo, pero se reía por seguir la corriente. Fue por otra cerveza y cuando regresó se acomodó nuevamente junto a Sergio. Uno de los chavos sacó de la bolsa de su camisa un churro de marihuana que sujetó con una pincita plateada y después de darle dos fumadas lo pasó al compañero de al lado y así llegó hasta Sergio quien inhaló con deleite, mmfmmf ahahahsss, luego se la pasó a Luis y las tres cervezas que se había tomado fueron suficientes para sacarse las aprensiones y como primera experiencia, le dio una buena fumada al estilo de Sergio. Se acordó de Playa Azul, cuando hacía ya tres años había estado con sus tíos y primos. Salió a pasear con Marco, entraron a una palapa y pidieron unos refrescos, sacó los cigarrillos y puso la cajetilla de Raleigh sobre la mesa metálica. Un tipo costeño de una mesa contigua se paró y les pidió un cigarro, Mario tomó la cajetilla y se lo ofreció, preguntando si quería lumbre y se lo encendió. El costeño agradeció sonriente y le extendió la mano como para saludarlo, pero más bien le entregó un churrito –¿Es mota verdad? – le pregunto Marco –Tírala cabrón, nos van a cachar ¿Qué tal si afuera hay soldados? Salieron disimuladamente de la palapa y caminaron por la playa solitaria y frente al mar prendieron con dificultad el cigarrito debido al fuerte viento y no se puede decir que la probaron por primera vez, ya que les agarró una tos que casi los hizo vomitar, así que lo tiraron y lo enterraron pisoteándolo en la arena, asustados por el olor a petate quemado que se desprendió al encenderlo y que pensaron los podía delatar si se les impregnaba en la ropa. Se metieron al mar y hasta hicieron buches con el agua salada.

Regresando a la realidad de la fiesta, se esforzaba por interpretar el rollo de la charla, que le parecía un parloteo indescifrable que a todos hacía reír a carcajadas y él sólo seguía la corriente como idiota, recordando el cuento de los chistes numerados –¡El dieciocho! – decía unoy todos reían frenéticos Jajajaja, –¡el catorce! Jajajaja. Le llegó la yerba circulante y luego se la pasó a un camarada que estaba a su izquierda y este a Sebastián, quien recibió una pizca de no más de tres milímetros y así, sin aspavientos, con la maestría que genera el arte, le dio la última inhalada, honda, hasta que el churrito desapareció en un rescoldo que se esfumó en cenizas.

Se animaba más el ambiente, seguía la música y tras discos de Led Zeppelin, Deep Purple, Pink Floyd, The Doors, en forma por demás inverosímil, alguien se atrevió a poner un disco de Dionne Warwick. Repentinamente, una chica le pasó el brazo sobre los hombros, cantando con entusiasmo: What do you get when you kiss a guy? You get enough germs to catch pneumonia. After you do, he´ll never phone you, I´ll never fall in love again. Luis se emocionó y como más o menos se sabía la letra la apoyaba haciendo coro. Sin embargo, a ningún otro de los camaradas del convite les hizo gracia, es más, casi al terminar la canción, quien seguramente fungía como encargado de la consola, quitó el disco con un notorio rasgar de la aguja sobre el acetato y puso un elepé de Grateful Dead. Hizo el intento de conversar con la chica romántica, pero pronto se decepcionó cuando vio cómo se abrazaba y se besaba cariñosamente con uno de los jipis.

De plano no cabía en aquella atmósfera pesada, se fastidió de buscarle la cara a Checo para tratar de hacerse de una cuba. De la yerba ni hablar, los jipis habían cerrado el círculo gregario. Entonces, sin avisarle, simplemente salió y en la calle fue recibido por una brisa de aire puro refrescante, adentro se sentía un poco ebrio y alumbrado, pero era psicológico, se persuadía –Cuatro cervezas y dos pasaditas de yerba no podían ser suficientes como para vencer su resistencia.

Bajó solitario alrededor de las dos de la mañana, caminando con las manos metidas en los bolsillos por la Plazuela de la Alameda, el aire despejó su cerebro en la bajada. En la oscuridad salieron unos perros bravos que le hicieron tomar distancia y agarró unas piedras amagando lanzarlas a los canes para espantarlos. Continuó por Carcamanes hasta llegar a la iglesia de San José, dobló a la izquierda hacia el Baratillo, siguió por Cantarranas y encaminó el andar hacia la Pasadita, en donde pidió tres burritos y una Coca. Saludó a unos amigos igualmente desvelados. Hostigado por el hambre, los consumió con rapidez, luego se dirigió a casa, se recostó en el borde de la cama y durmió profundamente sin quitarse la ropa ni los zapatos. Despertó tarde y con desesperación se percató de la hora, había perdido la clase de Química Orgánica de las siete. Presuroso se levantó y se duchó rápidamente, se vistió con ropa limpia y corrió a la clase de ocho. En el caminó encontró a Mario como ya era habitual, taciturno por sus continuos problemas amorosos con Claudia y apenas sí cruzaron algunos comentarios.

Tal vez en realidad, los dos amigos hubieran querido platicarse sus recientes experiencias, pero ninguno se atrevió, quizá por la idea de no mostrarse vulnerables. Nadie experimenta en cabeza ajena y si hay caídas, hay que aprender a levantarse.