Histomagia

AQUÍ ME QUEDO

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Aquí me quedo
Aquí nací y aquí me muero
Aquí nació mi sueño
Aquí nacieron
Las aguas del arroyo y tú

José Gabriel Elorza Gómez

En estos días santos, en donde la religión católica evoca el martirio de Jesús para ser Cristo, hace que los recuerdos de las muertes y los sufrimientos de las personas regresen a su memoria y decidan contar lo que para ellos ya había sido olvidado.

Guanajuato es una ciudad con callejones y pocas calles. Las casonas del centro se caracterizan por ser muy grandes y hermosas con arcos, patios, paredes altas de piedra y de cantera que esconden secretos y vivencias, que si no es porque siempre hay un “yo lo vi” o “yo lo escuché de boca en boca” pareciera que se pierden en los abismos de la historia.

Me cuenta mi amiga Hilda que hace mucho tiempo cuando ella era muy joven, conoció a una señora que les rentaba cuartos ahí por el callejón del Tecolote, ella estudiaba en la Universidad de Guanajuato y pues es de todos sabido aquí que cuando llegas de foráneo debes buscar hospedaje, ya sea sólo el cuarto o que incluya las comidas. Ella llegó a esa casa gracias a que la señora era conocida de su mamá, ambas originarias de Pénjamo, pero la rentera se había casado y enviudado muy joven por lo que su sustento era rentar cuartos de esa casona y darles de comer a las jóvenes mujeres para así ayudarse ella y ayudarlas en esta ciudad colonial. La señora se llamaba Verónica, y siempre que cenaban en la cocina de la casa que daba a una de las calles principales de Guanajuato, se quedaban platicando un rato y ella siempre le contaba a Hilda de su casa en Pénjamo, del patio central, de la huerta grande que tenía, de la pila enorme en medio del patio, de las grandes plantas en macetas que su madre y abuela tenían,  infinidad de cosas pasadas en una infancia feliz, esa casa donde ella andaba descalza pisando las baldosas de cantera muy antigua, tanto que se acunaban y cuando lavaban el patio, ella metía en esos charcos sus pies, para refrescarse del calor que hacía en Pénjamo, ¡ah! las añoranzas la hacían sentir viva, me decía mi amiga, era como si un rayo de sol profundo entrara en sus ojos, era feliz recordando ese lugar. Hilda la miraba con embeleso, intentando transportarse a ese tiempo, a ese espacio, a ese momento de felicidad, juntas quedaban en silencio y es ahí cuando mi amiga veía cómo el rostro de la mujer cambiaba y las luces furtivas de la calle dejaban ver esa cara triste, un rostro que sabe que nunca regresará a ese lugar. La vida pasó y sabe que no puede regresar, sabe que desde hace tiempo había perdido esa oportunidad, y ahora la vejez lo hacía prácticamente imposible.

Pues bien, aunque esas pláticas ya se habían hecho cotidianas, mi amiga, cuando terminó sus estudios, se despidió de la señora Verónica, la abrazó con mucho afecto, y le dijo que la extrañaría pues casi había sido como una madre para ella. Ambas derramaron lágrimas, pero sin saberlos, el lazo que habían entablado fue para siempre, infinito, para la eternidad.

A casi tres meses de haberse salido de esas casona, mi amiga, pensó que había que seguir su vida ahora ya en su departamento en San Javier, con su nuevo trabajo, feliz e independiente, cuando le llegó la noticia que la señora Verónica había muerto, vio en el periódico que la misa de cuerpo presente de Doña Verónica, sería en la Basílica de Nuestra Señora de Guanajuato, presta Hilda, se preparó para ir a la misa y de ahí regresar a aquella casona que fue su hogar durante 4 años para velarla y despedirse de ella.

Ahí es cuando Hilda, presa del sentimiento de pérdida, pensaba en cómo podía agradecerle todo lo que hizo por ella, sus cuidados, sus comidas, su amistad, entonces, ¡Ay, Hilda!, entonces en esa casona, a un lado del féretro, aun derramando lágrimas, viendo el rostro de la muerta, le dijo: “Doña Verónica, para que descanse en paz y no se quede con las ganas de ver su casa en Pénjamo, le presto mis ojos para que la vaya a ver”. Imperceptible para Hilda, el rostro del cadáver cambió y esbozó una pequeña sonrisa, por fin descansaría en paz.

Esa noche, cuando mi amiga ya se fue a la cama, triste aún por la muerte de Doña Verónica, rezó y así rezando, se quedó dormida. No descansó. Ella me cuenta que empezó a soñar que volaba, que iba volando en el cielo muy feliz, el viento la llevaba y pasaba por carreteras, maizales, montes, pasaba entre las nubes, y llegaba a una casa amplia con piso de cantera que tenía pocitos llenos de agua, el patio lavado, los macetones con plantas enormes, pilares, y una pila en el centro de la casa, ella era feliz, jugaba como niña ahí, Hilda quiso ver su rostro en la pila y vio claramente que no era ella, que quien estaba tan feliz era Doña Verónica, pero siendo muy joven casi niña, su sonrisa era franca, argentina, con felicidad plena. Casi para despertar, esa joven, le dio las gracias, y le dijo que ahí se quedaba ella para siempre, que en verdad esto compensaba todos los sufrimientos en su vida, la paz de estar en su casa antigua en Pénjamo era lo que deseaba, gracias infinitas, Hilda, le dijo. Y es donde, de facto, mi amiga despertó en su cama, cansadísima, sollozando, pero tranquila de haber cumplido con su promesa de prestar sus ojos a esa anciana que añoraba desde siempre, su lugar, su casa, su eterno descanso en la felicidad plena de estar donde siempre quiso.

Dicen los que saben que cuando vayas a algún velorio, tengas cuidado con tus pensamientos, porque lo que piensas, como el muerto ya está en otro nivel de conciencia, puede saberlo, es decir, lo qué piensas, lo que sientes, lo que deseas, ellos ven su propio cuerpo en la caja, ellos se van de aquí sabiendo quién los ama y quién no. Por eso, si vas a un sepelio haz las paces con el que partió, no vaya a ser que sin querer, prometas lo que no puedes cumplir. ¿Quieres conocer a mi amiga Hilda? Ven, lee y anda Guanajuato.