El Laberinto

MIAU

Compartir

Caminaba con mi elegante bolsa de mandado (no es broma, es floreada y de terciopelo) a unas cuadras de casa para hacer unas compras de rutina cuando un tintineo me hizo bajar la velocidad, al detenerme a observar me lo encontré: sus ojos esmeralda, barriguita prominente, cola esponjosa y un collar tornasol, después tan solo escuche un tierno MIAU.

Me agache a acariciarlo, nunca se está demasiado apurado para saludar a un gato, e inmediatamente comencé a escuchar ese sonido que ha protagonizado muchos de mis momentos más simples de felicidad: estaba ronroneando. Me siguió por la larga avenida, sin autos y casi sin ruido, cuando veía que se atrasaba le tronaba unos besitos y apretaba la carrera, al darme alcance se paraba en dos patas, mimoso, y yo rascaba su cabeza gris coronada por un par de orejitas puntiagudas.

Llegó el momento de cruzar por otra calle más iluminada y con autos pasando, nos separamos y mientras compraba me invadió la angustia de pensar que tal vez estaba extraviado y necesitaba ayuda, soy una citadina medio paranoica, por lo que no suelo salir a la tienda con celular, pero cuando pasé de nuevo por donde nos habíamos visto por primera vez, me volvió a dar alcance y repetimos la rutina anterior, pero en sentido contrario.

Al faltar ya menos de media cuadra para llegar, comencé a pensar en que tal vez sería buena idea llevarlo a casa y anunciarlo en grupos de búsqueda de vecinos o tal vez adoptarlo y llevarlo por el mandado  todos los días, pero era casi imposible porque Maruca, la gatita de casi catorce años que nos deja vivir con ella, es tan huraña y territorial con otros animales como adorable con los humanos y no quería estresarla, aunque me torturaba pensar en dejar al misterioso felino a su suerte.

Subí a dejar la compra, le llamé a mi mamá como refuerzo y para que viera también a semejante belleza  y cuando bajamos ambas se había esfumado, regresé de nuevo al punto de encuentro, donde estaba  sentadito, esponjoso y tranquilo, lo tomé entre mis brazos sin que opusiera resistencia y lo metí al portal, mamá como corresponde en estos casos, lo estaba mimando mientras yo le  buscaba un refugio temporal y pensaba cómo limar asperezas con la señora de la casa que, como ya habrán notado en este punto del relato, también anda en cuatro patitas y se comunica a maullidos. Todo esto se vio interrumpido porque cuando una vecina abrió la puerta el michi corrió de nuevo a la calle donde había comenzado la historia.

A pesar de tranquilizarme pensando que tal vez solo estaba paseando y yo lo había secuestrado pasé los días siguientes, deliberada y a veces innecesariamente, por la misma acera con el oído aguzado por si oía un cascabelito y hoy por fin sucedió, MIAU de nuevo, me agaché a acariciarlo pero en esta ocasión en vez de seguirme se tiró a darse un sabroso baño de lengua. Le pregunté a una pareja, que estaba haciendo más o menos lo mismo que el gato pero en equipo, si no era suyo y me dijeron que sus dueñas vivían enfrente, yo les respondí que era muy gordito para ser de la calle y ellos rieron cortésmente diciendo que sí, de regreso me maulló de nuevo, sobé su cabecita y vine a escribir este laberinto, pensando que la moraleja aquí es que muchas veces nos tomamos tan en serio el papel de salvador que no miramos las señales y que se nos olvida valorar la simple amistad y compañía, sin interés, pero con la completa disposición de interceder si algo va mal, sin descuidar lo que ya depende de nosotros, como Doña Maru, que en este momento duerme en mi regazo.