No sabíamos que tanto espacio iba a ocupar cuando aceptamos que llegara a casa por un tiempo, solo teníamos la vaga idea de que era voluminoso e irregular, tal vez difícil de acomodar pero valía la pena pues el tiempo de almacenamiento generaría ingresos y teníamos el lugar para tenerlo de todos modos.

Su llegada fue programada pero no por ello menos impactante, en el momento de maniobrar para acomodarlo se rompieron mis anteojos, un sillón quedó atrapado detrás y por lo tanto inutilizable, pero ya costaba más moverlo que aprender a vivir sin su esponjoso confort por unos meses, así mismo el acceso a la cocina quedó un tanto accidentado, más no imposible, igual tapaba ligeramente la luz de sol lo cual se remedia con las lámparas que incluía en su estructura.
Y aunque los focos eran útiles y el dinero para su cuidado y mantenimiento llegaba puntual, se fue convirtiendo gradualmente en toda mi casa, en toda mi vida, en mi mayor obstáculo en mi única obsesión y ocupación. Pitaba a cualquier hora se comía mis horas libres entre estar realmente atendiéndolo o pensando que debía estarlo en cualquier momento.
Las visitas se sentían incómodas, no solo por la reducción de asientos y si no por el estado de su anfitriona que oscilaba entre el letargo y la alerta y que rayaba en lo monotemático platicando las necesidades y vaivenes que implicaba la misión.
Las plantas se murieron por falta de sol y el gato le bufaba con desconfianza, con esa certeza de que ese armatoste le había quitado a su esclava, cada día más cansada, con menos ganas de pasar de ladito a preparar la comida reemplazando la sana alimentación por cualquier cosa conseguida en oferta por aplicaciones móviles o encontrada de paso por la calle, mientras atendía algún mandado del mueblesote, que cada día pedía más actividades para funcionar.
Me fui haciendo amiga de otros cuidadores como yo, espero no tengan el infortunio de conocer la solidaridad que genera el compartir una misma serie de adversidades y nuestras dolencias y dificultades eran el tema favorito, aunque también salían los trucos, las historias, la ayuda y los hombros para llorar.
También nos incluían en actividades grupales para fabricar y entregar más mobiliario o para mantenernos ocupados ya que nos veían muy tranquilos, fui aprendiendo todos los misterios de esos dispositivos aun contra mi voluntad y preparando a personas elegidas al azar para cuidar el mueblesote el día que por fin saliera de mi casa y volviera a su matriz a reposar hasta que llegue su tiempo de vagar de nuevo.
Ahora me reencuentro con el sillón polvoso, los lentes rotos, la cocina lista y la luz del sol y siento alivio, pero también un hueco gigantesco y esa sensación de no saber bien que hacer con tanto tiempo, espacio y pendientes.
Pero siempre se puede empezar con un laberinto y aquí estamos.