Navegar como Noé: en una embarcación cargada de animales y familiares era, para mi imaginación de niña, una de las mejores cosas que le podría suceder a alguien, aunque claro no pensé en el trabajo de carpintería profesional que conlleva construir algo de esas dimensiones que además pueda flotar, en lo difícil que sería juntar todas las parejas de animales, incluyendo a los más pequeños y a los más feroces y mucho menos en el castigo divino o la extinción del resto de la humanidad bajo el agua implacable del creador, detallitos insignificantes, ya saben.

Tampoco tomé en cuenta el factor desencadenante de este relato: la lluvia permanente, que parece que de todo esto es lo único que me va a tocar vivir en carne propia, aunque en lugar de estar en una majestuosa arca a cargo de la preservación de la fauna mundial, la paso brincando charcos y secando los rastros de las implacables goteras que tengo, mientras añoro las gafas de sol y los vestidos frescos.
Ante esta situación de alta precipitación y mientras observo mi ropa limpia secarse colgada en la sala de la casa, me explico perfectamente el hecho de que, a pesar de tener notables diferencias, existan relatos en todos los tiempos y en todo el mundo que incluyen un temible diluvio universal como factor principal, pues como humanos tendemos a asentarnos cerca de fuentes de agua, que en estos casos se desbordan; dependemos de las cosechas y de los animales que criamos, que se pierden cuando el agua es demasiada; necesitamos un refugio seco por salud y para guardar nuestras herramientas que en general no son, ni nunca han sido, a prueba de agua. También está aquello de saber o de poder nadar si la cosa se pone excesivamente fea.
Y es que a pesar de sus beneficios, como cerros verdes, champiñones baratos, climas más frescos y un suministro de agua potable mucho más seguro que el año pasado, en este contexto de ciudad donde tal vez no me vaya a ver arrastrada por un rio, aunque se dan casos, y donde nunca he cosechado algo más que mi frijol del kínder, al que vi morir en su camita de algodón, si trae contratiempos que en mi caso son incomodidades menores pero que a medida que entramos en terrenos de mayor vulnerabilidad social se vuelven verdaderos problemas e incluso, desgracias.
Pareciera que el agua, como en todos los relatos antiguos, saca a flote la corrupción de las autoridades, la desigualdad social y la fragilidad de lo que llamamos “normalidad”. Pero también promete purificación, así que solo queda esperar la ansiada ramita de olivo.