“Esperamos visitas importantes, que no van a dejar mucho dinero, varias cosas tendrán que cambiar”, dijo el administrador del edificio, un sujeto que rara vez nos ha visitado en persona ya que vive en un vecindario más seguro, pagado con nuestras rentas, que tampoco suele reinvertir en el mantenimiento de las casas. Nunca nos preguntó si queríamos la visita.

Comenzó por pintar, sin impermeabilizar antes porque era mucho gasto, toda la fachada, los perros callejeros y el mariguano de la esquina desaparecieron, nadie dijo nada y es que, aunque no nos molestaban eran medio incómodos de ver, “sobre todo para los niños”, decían los defensores de dichas medidas, por no decir que el disgusto era suyo.
Las cosas se pusieron un poco más ríspidas cuando la señora del cuarto piso ya no pudo salir a vender sus quesadillas al zaguán porque “daba mala imagen”, ella se tuvo que meter de empacadora de la tercera edad y toda la colonia se quedó sin degustar sus manjares envueltos en masa. También quitaron a los que vendían más cosas en la zona.
Nos prohibieron tender en cualquier lugar, tener cosas o bicicletas en los pasillos, todo se llenó de cámaras y las viviendas por dentro daban pena, entre las fallas en la luz y las goteras, pero con las ventanas limpias para el exterior.
Escalaron las restricciones, los ruidos cotidianos del agua, la basura, el camotero y el ropavejero se apagaron para siempre, ya no podíamos salir a la tienda en pijama, sin miedo a ser mal vistos o reprendidos y después la tienda de toda la vida, con dependiente chismoso y cotorrón y su surtido descabellado desapareció para ser reemplazado por una fría tienda de conveniencia, con un empleado malencarado y precios de terror.
El parque más cercano se había transformado en aquellas salas de antaño forradas de platico o con fundas protectoras, cuya condición era meramente ornamental, solo que aquí no dejaron las bancas, para que no fueran a volverse camas para las personas sin hogar. El pasto resplandecía de verde detrás de sus nuevas cercas y un alumbrado público de un blanco enceguecedor se colaba por los vidrios inmaculados de nuestras ventanas. Ante tanta “mejora” las rentas ahora eran impagables y muchos de los vecinos tuvieron que mudarse a otras zonas más económicas, ya nadie me saluda en la calle, porque ya no conozco a nadie.
Las visitas pasaron sin pena ni gloria nunca vimos un centavo en beneficio, pero la vida nunca volvió a ser igual ¿Quién quiere pagar por una casa que apenas y puede habitar? Así las cosas con aquello de limpiar.