Me encantan los retratos, son toda una declaración, una fuente de información: época, moda, cánones de belleza, situación económica, núcleo familiar y un largo etc. No me importa si son de hace más de cien años o de ayer mismo, retrato como testimonio es fabuloso, como muestra de vanidad siento que se nos está yendo de las manos con el abuso de la tecnología, al punto de perder su valor histórico.

Ya me imagino a Carlos II pidiéndole a Juan Carreño de Miranda que le disimule un poco la quijada en la pintura aquella que, para mí, es un gran método para prevenir sobre los peligros de la endogamia y me da una risa malévola al pensar que eso es lo mejor que se pudo hacer con su imagen. Seguro que había retoque, buena voluntad del pintor, pero el contexto prevalecía, señales de poder, descendencia y opulencia o en el caso de personas anónimas, la cotidianidad se podía ver en escenas del campo o domésticas.
La cosa cambió con la fotografía de estudio, que redujo el contexto a los modelos y sus ropas, se hizo un poco más accesible, sólo un poco que además de tardado (eran necesarios arneses para aguantar el tiempo necesario en una pose) era caro, por eso es que sucedía una vez en la vida o ya en la muerte. El resultado eran fotos con sus mejores ropas de personas en diferentes grados de rigidez y el retoque solo podía ser a mano sobre el retrato físico y bastante limitado, era posible verse menos muerto (les pintaban a veces los ojos abiertos) pero no menos tieso y por supuesto que la apariencia de las personas se mantenía real.
Las modas cambiaron, los procesos se hicieron más eficientes y las fotos seguían siendo en el estudio, de la mano de un profesional que mínimamente sabía enfocar y que tenía surtidas escenografías, que también contienen información en cuanto a gustos y decoración, además del momento de ser retratado, un bebé, la llegada a la madurez, unos quince años, una boda. Momentos trascendentales.
Las cámaras llegaron a las manos de cualquiera que pudiese pagarlas, aproximadamente en los años sesenta, vemos fotos inocentes, cotidianas, vemos las casas, la ropa de diario, pasteles, juegues, parques, eran tiros a ciegas y contados, era posible que saliera mucho techo o cielo y los retratados solo visibles de hombros para arriba, con las fotos a color casi de rigor todos tuvimos una foto con los ojos rojos por la luz, o alguna sobre expuesta o con flashes extraños. Todo se sabía al recoger el sobre con los ansiados y muchas veces, decepcionantes resultados, que además no se podían cambiar. Aunque reniegue de muchas de las fotos en las que aparezco así, considero que fue el pináculo de la fotografía, elegir el momento y aceptar la realidad.
Para finales del siglo XX y principios del XXI salieron las poderosas cámaras digitales, miles de oportunidades, la opción de ver al momento el resultado y hacer otra toma, no necesitaban rollo, solo pila y memoria (esto aún sigue vigente) y tenían configuraciones que compensaban la nula habilidad de quienes normalmente las manejaban. Buenos resultados en los mejores equipos, muchas fotos con pixeles visibles y un retoque digital posible, pero complicado y no tan masificado, miles de tomas quedaron en el limbo, nunca llegaron al formato físico.
Pero luego llegaron los filtros y con ellos una realidad alternativa, una foto que ya no demuestra tanto quien es el retratado como a lo que aspira a ser y con la IA esto se va al extremo, saturándonos de imágenes un tanto inquietantes de cosas que nunca pasaron o no del modo en que aparecen. Una fábrica de recuerdos falsos surgidos a través de la imposibilidad de vivirlos de verdad, donde se corrige, por lo menos en una imagen, lo que nos tiene insatisfechos: la ropa, el contexto, la apariencia, la compañía, sobre todo cuando se está usando de manera no irónica (de manera irónica me parece hilarante a veces) estamos a un paso de “usted lo recordará perfectamente”, de Philip K. Dick.