Mirar el propio destino

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LAS COSAS COMO SON (columna de asuntos terapéuticos)

Jorge Olmos Fuentes

Sucede que a veces las cosas no pueden solucionarse. ¿Qué hacer entonces? No pueden solucionarse en ocasiones aunque ya se intentó deshacer algún embrollo con todos los medios que se tuvieron al alcance de la mano, o bien el hecho en cuestión ya generó tal inercia que son visibles las consecuencias en las relaciones, en la propia salud quebrantada, en el deterioro del nivel de vida. ¿Cómo actuar ante esta perspectiva?

La reacción habitual suele ser o la lucha incansable o el abandono total de la resistencia. Es decir, buscar hasta con desesperación dónde encontrar solución a lo que nos aqueja pensando que todavía queda algo por hacer aun lo más disparatado o de plano tirarnos de cabeza al vacío, con resignación y en debilidad completa. ¿Son ambas posibilidades adecuadas? Desde luego que lo son en cuanto gozan del favor de una persona, más aún si ella tiene la convicción de acogerse a las mismas o de defenderlas.

No obstante, en constelaciones familiares adquiere presencia una opción más. Ésta consiste en mirar a los ojos al destino que nos está tocando en suerte vivir. Mirar a los ojos a ese destino, mirar con la hondura de la necesidad, con el respeto que siente quien no puede cambiar algo tan grande, con la conciencia del que se sabe pequeño. A veces es necesario llegar a este límite como alternativa ante lo insoluble. Por ejemplo una enfermedad terminal o crónica, una separación amorosa que no admite regreso, una condición que no pareciera poder revertirse como la soledad o el desamor o la pobreza. Entonces no volvemos a intentar hallar la solución: personificamos nuestro destino y nos inclinamos reverentes ante él.

El destino no es algo azaroso que aguarda por nosotros en lo porvenir; por el contrario, está en nuestra historia familiar, está en nuestro pasado, en cuyo caso muchas de las veces no cuesta trabajo identificar a quien personificará al destino en nuestra visión. Lo importante viene a ser en esta práctica tener los ojos bien abiertos, la atención alerta (sin que entre en alarma) y las facultades interiores por demás dispuestas a honrar lo mayor, al Gran Espíritu, a la Gran Alma, al Absoluto, a Dios.

Mirar a nuestro destino nos pone en el camino de reconocer lo que es, y este reconocimiento tiene efectos terapéuticos ininteligibles para quien no ha pasado por ello. La peculiaridad de esta opción estriba en que no se sostiene en la altivez occidental, tan nuestra, de estar seguros de que aún queda algo por hacer, que tenemos la fuerza suficiente para doblegar lo que sea. Y no es cierto. Lo que la terapia sugiere es suspender el esfuerzo pero mantener los ojos abiertos, contemplar lo que es nuestro destino y asentir a él, después de haber hecho lo más y lo mejor posible. En este sentido no faltan evidencias que muestran cómo la persona en consulta ganó una fuerza nueva, se le concedió una claridad inusitada e inclusive una posibilidad imprevista, luego de mirar y de honrar a su destino. Cosa que no ocurre siempre.

También tiene su valía asentir a una condición, darnos cuenta de que hay sucesos en los que no tenemos otra posibilidad que la de ser espectadores o destinatarios de lo infausto. De nueva cuenta lo esencial sigue siendo mirar lo que sucede, mirar las cosas como son, dejarse sentir, experimentar los sentimientos propios y más profundos, y con todo respeto participar de un modo de estar en el universo. Entiendo que decirlo es fácil; sin embargo, hacerlo, con todo y lo arduo del trabajo, trae consigo quietud y serenidad, una rara plenitud derivada de pertenecer a un grupo muy definido por lo común de los destinos.