La vida de la serpiente

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HORIZONTERIO

Paloma Robles Lacayo

13 de octubre de 2011

La serpiente no tiene ninguna razón de ser. Está, tiene más de 2 900 versiones, y hasta culto merece para algunos. Sólo se puede arrastrar. No anhela tener alas, porque tampoco sabría qué hacer con ellas. No tiene futuro. ¿Qué hará? Tal vez perezca en algún lugar distinto del que conoció al nacer, quizá siempre ocurra así. ¿Y eso tiene algún mérito? Todo en ella es limitado, complicado. Claro, salvo su veneno, insolentemente peligroso en algunas honrosas excepciones. Qué fastidio su existencia, ya que no sólo es inútil su presencia para sus presas, sino lamentable. Tienen que acceder. A menos de que sean más veloces, o más aéreas, sólo pueden aspirar a un mortífero beso, o un asfixiante abrazo… hasta el amor mata, cuando mora en la serpiente. ¿Y a quién mata? A los inocentes que no aprendieron a volar. A los culpables de no haber sido suficientemente feroces al cuidarse. ¿Qué se puede esperar de ella? Nada, porque representa el más vil de los letargos. Venida de una tradición de lagartos, no alcanzó las dimensiones de sus ancestros, ni logró conservarse alada, de tal suerte que sus frustrados intentos de plumas apenas dieron para obtener escamas, y aún puestas por todo su cuerpo, tampoco es capaz de tenerlas por siempre. Posiblemente sean frágiles. O no tan resistentes como para estar con ella siempre. Seguido se van, o mejor dicho, se quedan, la dejan ir sola, cuando se supone, se supone… que puede hacerlo. Se llora a sí misma, por eso propio que deja, pero que tampoco tendría más sentido con ella. Eso que se rompe, que acaba su función, que renuncia a cubrirla, a protegerla… Proteger a la que se dedica a atacar. Sus ojos no tienen vida. Son espejos, escamas transparentes. La serpiente nunca está viva. Apenas un segmento de la línea del tiempo infinito, de entre los vivos, ella puede desplazarse de manera autónoma, robar la energía de los demás, invertirla en la pésima empresa de continuar el arrebato de virtudes ajenas, sólo para perderlas. Insaciable, reposa una vez alcanzado el objetivo. Nunca es más patente su muerte. Se anquilosa, no pretende más. Sólo hasta que acaba su apacible digestión, avanza en su natural empeño de extinción. Y por supuesto, o más preciso sea probar si por ventura o desgracia, la ponzoña que la serpiente muy finamente encaja en la suave piel de su derrotado rival, estaba en su cabeza. ¿Cuál es el destino del amor? ¿Va de la serpiente al adversario, pues lo asesina por desearlo? ¿O del perdedor a su oponente victoriosa, por entregarse enteramente, desde el inicio o a la postre de la batalla, o sin ella? ¿Fluye recíprocamente? ¿Acaso no daría iguales resultados la antipatía? Habría que reconocer que, si la serpiente sufre de admiración o de repulsión por su víctima, hará lo que sabe hacer, matarla. Y si la ésta transita por alguno de tales estados afectivos por el verdugo, con defensa o sin ella, se dejará morir, porque también es lo que sabe hacer. Como si diera lo mismo, idénticas consecuencias se causan de opuestos sentimientos. Al fin, quizá nunca el amor ayudó a vivir a nadie.

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Paloma Robles Lacayo se define como La mujer del tiempo, La duquesa del Beso, Un imperio de mujeres junto al mar, Alguien indefinible. Contacto en: fuegoeingenio@yahoo.com.mx.