La galería de alhajas

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HORIZONTERIO

Paloma Robles Lacayo

08 de diciembre de 2011

Joyas efímeras. Sólo existirían una noche. Fui a verlas.

Supe de una exposición, ojalá itinerante que, cual formada por estrellas fugaces, sólo se ofrecería una vez. El 2 de diciembre.

Había cosas impresionantes. No vi al diseñador, acaso no estaba, pero se derramó en creaciones traídas de la más pura y fascinante fantasía. De esa facultad se apropió, devolvernos el resultado de la elevada confección de sus sueños. Pudimos tocar lo que soñó, pues lo volvió concreto.

Hubo que renunciar, morir a la realidad, para ingresar a esa esfera deliciosa de ilusión. Todos mirábamos maravillados las piezas primorosas de las que estuvimos rodeados. Sin embargo, tuve una revelación. Cada uno de los asistentes se convertía en una exquisita joya al llegar, proyectada por el orfebre misterioso. Tal era el encanto. La conversión y el encuentro en ese recinto de gracia.

Estaba claro: el artista consagró dos piezas predilectas, en las que alcanzó la plenitud de su primor, entre las que parecía sostenerse una conversación afable e infinita. Como si hubiera logrado una obra maestra, y arbitrariamente la hubiese dividido al final. En efecto, costaba descifrar si se trataba de dos unidades, y en cualquier caso habría que concebirlas como inexplicablemente unidas por la inquebrantable conexión entre sus resplandores, o si sería mejor asumirla como una sola, elaborada en dos tiempos. Debo decir que preferí lo primero.

Si bien, un fulgor omnipresente iluminaba lúdicamente los elementos, aún en esta fiesta de luz era posible identificar la nitidez de estas preseas supremas. Y cuando la compenetración se consumó, empezaron a ascender, hasta situarse en un nicho, como si hubiera estado ahí para ese propósito, esperándolos. Debo decir que dejaron una estela en su camino hacia esa cúspide ansiosa que ni el aire se atrevió a deshacer. Permaneció intacta la áurea columna.

Ambas eran largas airosas. Una hacía pensar, por la pulcritud de su derechura, que bien podría el mundo apoyarse en una firmeza igualmente resistente, la de ella, como venida precisamente de las rocas del centro de la Tierra. Con la misma frescura en la risa del agua que anda por su río, daba la sensación de que había algo que suavemente la movía, hacia nuevas y afortunadas conquistas de sí misma, una sucesión de cumbres progresivamente más desafiantes. Obra que, no por perfecta, acabada. Con la certeza de siempre crecer en fineza y florecer destellos. La otra, en cambio, era un árbol que recíprocamente entregaba fidelidad y diligencia, y recibía dones de la primera. Flexible, y también móvil, construyó un entramado de raíces que le permitía estar junto a ella. Eran como un universo imperturbable, sólido, compacto, que se muestra y acredita a los otros, que tenían enfrente. La integración de ambas fue venerada, pues las enaltecía a ellas, que se sentían complacidas de reconocerse simultáneamente en su consorte y los demás, para quienes el descubrimiento mutuo de ellas dejó al descubierto el sentido de la concurrencia. Las reverencias fluyeron en los dos sentidos.

Aún ahora, a no sé si instantes o siglos después, sigo pensando en ello, y preguntándome cuándo, por el aliento de esos seres distinguidos que se trajeron el embrujo desde ese paraje a sus días, dejarán los demás de ser protagonistas furtivos para tomar la responsabilidad de alumbrar.

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Paloma Robles Lacayo se define como La mujer del tiempo, La duquesa del Beso, Un imperio de mujeres junto al mar, Alguien indefinible. Contacto en: fuegoeingenio@yahoo.com.mx.