Guanajuato es un laberinto

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Instrucciones para leer a Ibargüengoitia*

Si por alguna razón providencial —una intuición de última hora, un cólico, la descompostura de la línea telefónica de su departamento en Paris a través de la cual recibió la invitación que lo hizo salir—, si por alguna razón, digo, no se hubiera subido al Boeing 767 de Avianca que aquel 26 de noviembre de 1983 se disponía a cubrirla ruta Madrid-Frankfurt-Caracas, y que para nuestra desgracia no logró ni siquiera despegar y terminó incendiado y hecho polvo al final de una pista del Aeropuerto de Barajas; si por alguna razón todo eso y mucho más (y eso es mucho pedir) no hubiera pasado, el inmenso escritor que fue Jorge Ibargüengoitia esta semana —exactamente el martes 22 de enero— habría celebrado sus 85 años de vida.

Con toda seguridad, la celebración se habría realizado en la intimidad más estricta (habría estado su mujer, Joy Laville, que apenas hace un mes, a los 90 años, recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes; habrían estado con certeza sus amigos Manuel Felguérez y Meche Oteyza, una de las musas de su generación, que siguen sanos y en plenitud en el DF), naturalmente descartada por él la ceremonia pública con el Presidente en el Palacio de Bellas Artes, o la entrevista en televisión, o la develación de la estatua o la cancelación del timbre conmemorativo o la realización del congreso dedicado a su obra enla UNAM. Reconocimientostodos esos que sin duda Ibargüengoitia merecía, pero que jamás habría aceptado, por una razón que encubre una tesis: Ibargüengoitia fue el anti-Carlos Fuentes —nacieron el mismo año—, no por oposición deliberada: sino por naturaleza.

De esa manera, habría cumplido Ibargüengoitia algo que no era un capricho sino una coincidencia: habría llegado esta semana a la edad final de su mamá, Luz Antillón, que alcanzó 85 años de vida hasta que ésta se le acabó un día de agosto de hace 40 años (1973), ocasión en la que JIpublicó en Excelsior un “Ensayo de nota luctuosa”, con el subtítulo de “No manden flores”, en la que escribió: “Murió como vivió, dando órdenes. Algunas de ellas completamente equivocadas, que estuvieron a punto de costarnos la vida o una hernia a los que la atendimos en su enfermedad (…) — Me estoy quedando como un charal —fue su última opinión de sí misma”.

A cambio de todo eso, de lo que pudo darnos y no nos dio la Providencia, Ibargüengoitia murió hace 30 años a los muy pichicatos 55 (viene a la mente una frase de Monsiváis: “Sí, tampoco los muertos retoñan, desgraciadamente”). De su nacimiento, en una casa del Paseo de la Presa, dijo el mismo Ibargüengoitia: “Nací en 1928 en Guanajuato, una ciudad de provincia que era entonces casi un fantasma”. De sus inicios como escritor contó: “A los 7 años había yo escrito mi primera obra literaria. Ocupaba tres hojas que recorté de una libreta y que mi madre unió con un hilo. No recuerdo qué escribí en ellas, ni qué tipo de letra usé, pero todos los que vieron aquello estuvieron de acuerdo en que parecía un periódico”. Mucho después, al cumplir 50 años, escribió: “Hoy me siento más seguro que cuando cumplí 20 años, más rico que cuando tenía 30, más libre que cuando cumplí 40, pero no me siento más joven que en ningún otro momento de mi vida. Siento también que el camino que escogí está más de la mitad andado, que ni me malogré ni he alcanzado las cúspides que hubiera querido escalar (…) Cada año que pasa tengo más libros que quisiera escribir y cada año escribo más lentamente. Si vivo 80 años, cuando muera dejaré un montoncito de libros y me llevaré a la tumba una vastísima biblioteca imaginaria”.

Las cosas fueron algo distintas (no mucho: dejó una obra magnífica, en la que nada sobra). El hecho es que, a 30 años de haber cambiado drásticamente de costumbres y a 85 de nacer, Ibargüengoitia está hoy más vivo y es más necesario que nunca.

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* Este texto se publica en igeteo.mx con autorización de su autor.