El destino de los pájaros

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(Foto: Especial)

Yo soy el rey. La autoridad absoluta, la determinación incuestionable, el máximo poder. Basta un trémulo movimiento de mis manos para que se defina el futuro de mis reinos, que por ser tan míos conozco mejor que cualquiera. Los ocultos e ínfimos recovecos de sus pilares, los rumores de sus cauces, los caminos desconocidos y hasta los sueños de sus plantas. Yo decido quién los puebla. Mi voluntad es el único aliento que lleva sus pasos en el vaivén del tiempo. Nadie ocupa mi lugar y nada más allá de mí lo condiciona. Soy la libertad misma, el exceso, la tragedia, la pasión, y podría ser también la entrega, si lo quisiera. Amo mi solemne e inalcanzable posición y la distancia que de todos me separa. Amo al mundo desde mi también amado trono, hecho para mí, y colocado a mis pies, como le corresponde a cuanto me rodea. Soy lo que necesito, poseo, ambiciono y logro.

Yo soy la hija del rey. Una joven fresca, que florece. La cándida voz de la emoción que crepita. El fulgor en la antorcha viva del deseo. La belleza inexplicable e inmensa. La sorpresa en los rostros y en el agua que me observan. El poderío místicamente creado a partir de mi gracia y sutileza. Soy la bravura que se estrella en el infranqueable ánimo y rigidez de mi padre, y la dulzura tibia y húmeda que acaricia mis mejillas como las olas del mar a la costa por un recuerdo que ya no puede ser presencia: el de mi madre. Estoy entera, y con gran fragilidad me derrumbo por un anhelo. Mi padre, como el señor del océano, está presto a ocasionarme tempestades si frente a mis apetencias no se rinde y me obstaculiza procurarme los objetos. El quebranto me acecha. Presa soy de mis impulsos. Cuando se acerca ese hombre al castillo, un potro se desboca en mi pecho y muero a medida que avanza, que sale de mí para abalanzarse hacia él mientras mi padre contiene mi cuerpo. Se va mi alma, junto con el potro, en pos de mi amado varón.

Yo soy el castillo, y no trato de convencer de mis alcances. El rey y la princesa me perciben del modo que prefieren, que suele ser cambiante. Pero no sé qué soy. A veces pienso que estoy hecho de cristal, cuando el rey quiere ver más allá de sus dominios, y entonces la muralla que me circunda se torna transparente. Luego, cuando siento en el monarca miedo, tristeza o temor, mis columnas y muros se vuelven insondables y firmes, como hechos de metal, o mejor aún, de un opaco diamante que lo defienda del imaginario opositor, para que mi soberano se sienta protegido, hasta de sí mismo. Quisiera mudar menos, ser de algún material y estructura concretos, ser eterno. Estar sólo expuesto al tiempo, estar facultado para renunciar a mi circunstancia de rehén de la ajena veleidad de mis regios moradores. Pero no puedo.

Yo soy el aire. Estoy siempre, en todas partes. Es inevitable para mí. No debo irme de lugar alguno, ni incluso si quisiera. Aunque ciertamente la provoco en ocasiones, como en los remolinos, cuando yo mismo me arrojo contra lo que existe, no me gusta la guerra. Sin embargo, y por acierto, no me tocan, pero advierto, las batallas que deben librarse en el corazón de una mujer, en cuyo interior no me encuentro. Una tirana razón busca aprisionar al ave que contiene el imperio que es su cuerpo, a la que no persuade ni con sus estratagemas. Porque el alado ha dispuesto a dónde irá, en qué brazos habrá de sentirse resguardado. Y el rey, que no está acostumbrado a ceder, tendrá que abrir el castillo. Porque las jaulas, que sólo sirven para asfixiar, mueren primero que las aves. Las celdas tampoco soportan las guerras, y condescienden, como los reyes, para que los pájaros lleguen a su destino.