Vaivén

Humos y Cuentos

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¡Tienes que poner atención! ¿Me escuchas niña? Te voy a explicar todo desde el principio, si te distraes te voy a dar un sopapo, ¿entendido? Hago esto por tu padre, ¡Que Dios lo tenga en su gloria! Así que estate calladita. Trabajar para esta empresa es un privilegio, estos Habanos se venden en todo el mundo y la marca Taínos la hacemos nosotros, somos artesanos. La voz era un poco chillona y el tumbao le daba ritmo, como si cantara cada frase y movía la cabeza y las manos como si danzara. La camisa manchada por el sudor y la falta de botones no menguaban su autoridad. Esas manazas que iban y venían la mareaban un poco, su baja estatura le impedía verlo a la cara y seguía la conversación como un sordomudo. Daba el discurso mientras caminaban por aquel galpón cerrado y oscuro, daba unos pasos y se detenía, la miraba fijamente y con firmeza tocaba su hombro buscando ganar su atención. Te lo voy a contar desde el principio, y después te voy a preguntar, ¿Entendido?, a la primera que no me contestes, te regresas pa’ tu casa y se lo cuentas a tu abuela ¡No me quisieron por bruta! Ya sé que sólo vas a leer, pero esto lo debes de saber, así funcionan las cosas aquí. En unos años vas a aprender el oficio. Como tus padres, aún no, eres torpe y lenta, pero al verlos trabajar, lo vas a aprender, ya verás. ¡Ven pa´ acá!

Aquí almacenamos todo el tabaco, lo traen de Pinar del Río, allá, todo empieza desde el semillero, eligen las mejores semillas, y las dejan reposar cuarenta días, en Octubre, se siembran por etapas, el tabaco que va en la tripa… lo de adentro, se siembra tapao. Marx, el cubano, no el alemán… ¡como si fueras a saber quién es!. ¿Niña, me sigues? Hizo una pausa y suspiró. Luis Marx, un hermano cubano, descubrió que si tapamos el tabaco que va para la tripa, con sábanas de gaza y manta se le protege, da un mejor sabor. Cuando la planta tiene aproximadamente setenta días, se empiezan las recolecciones, empezamos con las primeras de abajo, le llamamos libre pié, las otras, uno y medio, primer ligero, segundo ligero, centro fino, centro gordo y la corona.

 Para esta explicación, las manazas y la cabeza bajaron hasta su nivel, pudo oler su pelo y ver la barba incipiente que asomaba ligeramente, y empezó a acariciar una planta imaginaria, hoja por hoja, como si acariciara el cabello de la mujer amada, con delicadeza y veneración. Fue subiendo poco a poco mientras daba cada nombre y con las manos dibujaba en el aire, el tamaño y forma de cada una de ellas.  Puso su mano firmemente sobre su cabeza pero con delicadeza la hizo girar y le señaló otro montículo de tabaco, de un color más claro. Para el capote no se usan las sábanas, esas se cultivan a cielo abierto. Aquellas vienen de Viñales. De donde venía tu madre. Al decirlo suavizó el tono de voz, pero inmediatamente le espetó, ¡Muévete niña o no terminamos nunca!

Lucio había sido el mejor amigo de su padre, llegaron juntos a la capital y habían sido inseparables desde la niñez, huérfanos los dos, se conocieron en la plantación. Él había intercedido ante el patrón, había dado su palabra, y se comprometió a que descontaran de su paga si ella ocasionaba problemas. Todos los meses llevaba a su abuela un poco de arroz o frijol, preguntaba por “la niña” y dejaba un poco de dinero bajo la única fotografía que decoraba el salón.

Aquella casa, apenas un cuartito y el salón. Dormían juntas y no tenían muebles, para que la abuela no tropezara con ellos, pero la verdad es que los había vendido o intercambiado por un envoltorio de carne o un par de kilos de arroz. Lucio llevaba lo que podía sacar del tabaco desechado o que no tenía la calidad suficiente para la empresa. Su abuela los enrollaba con maestría, y los vendía en una mesita que sacaba a la calle. Diez años hacía que perdió la vista, pero era imposible de engañar, pues al dejar caer la moneda en el bote metálico, descubría la denominación de la moneda y jamás se equivocaba. Bajo la sombra de su palma se sentaba y saludaba a todos los vecinos, los reconocía por el ruido que hacían al andar, daba a todos consejo y daba predicciones del clima, de política y de amoríos con dotes de pitonisa, se presumía bruja y estallaba en carcajadas. Julia caminaba con la vista fija en sus pies descalzos y ásperos, concentrada en todo lo que le había enseñado Lucio, y fue la risa de su abuela la que la hizo salir de sus pensamientos. Empezó a caminar de puntillas tratando de no hacer el más mínimo ruido, casi flotando se acercó a la mesa. Hasta que a un par de metros, su abuela giró la cabeza al punto exacto donde ella se encontraba y le preguntó, ¿Tan pronto estás de vuelta? ¿No te habrán rechazado? Ay niña! ¿Dónde tienes la cabezota? ¡Soñando, siempre soñando! Y volvió a reír. Julia se sentó bajo la mesa y le describió cada detalle de su primer día de trabajo.

Su trabajo consistía en sentarse en un banco alto, donde podía ver a todos los trabajadores sentados en sus mesas, a su izquierda un grupo de mujeres separaban los tallos gruesos de las hojas secas, las estiran y con delicadeza, como si plancharan una camisa, las apilan y las cargan igual que a un recién nacido. A su derecha un grupo de hombres tomaba esos recién nacidos y los metían en unos grandes barriles con agua, a los que llaman burros, pal´ fermente, según le explicó Lucio. Eran dos cuartos grandes, separados apenas por un muro, que separaba a las mujeres de los hombres, pero ella podía verlos a todos.

Portaba un libro grande, de pastas gruesas y un poco carcomidas por el comején y la humedad, debe leer en voz alta, que todos la escuchen, se concentren en su voz y se interrumpan las pláticas, como dicta la tradición. De mañana debía leer en el almacén número siete y durante el fresco debe leer a los enrolladores. Abrió el libro y sin lograr la atención de nadie ante sus primeras palabras, bajó la voz y leyó para sí, el libro le habló de Scheherezade y el sultán, quedó prendada de la historia, se olvidó del mundo a su alrededor, de los trabajadores, del tabaco, se olvidó del hambre, de la sed. Al cerrar el libro, notó que el silencio era total, no había más tabaco sobre las mesas, los burros estaban repletos y el tabaco fermentando, pero nadie abandonó el galpón, se habían sentado a su alrededor y escuchaban la lectura con los ojos cerrados, como si durmieran, como si soñaran. La jornada laboral había concluido, pero nadie deseaba volver a casa, su abuela consternada, logró llegar hasta las bodegas en su búsqueda, y mientras volvían juntas a casa, Julia abrazando el libro, entre suspiros, dijo, yo seré Scheherezade.

Julia llegó temprano, saludó al abuelo Lucio, como todos los días cargaba aquel libro bajo el brazo, era como un amuleto, lo había tenido con ella tantos años, pero hace mucho que ni siquiera lo abría, lo ponía sobre su regazo, sentada en lo alto, con aquel perfil de reina africana y su mirada seductora. Su voz era un embrujo al que nadie podía resistirse, mientras contaba historias de caballeros y dragones, marineros y serpientes, seres imposibles y civilizaciones olvidadas. En aquel galpón nunca se leyó un solo libro completo, y la lectora, no lo hacía, pero a nadie parecía importarle. Nunca hubo pluma magnífica, ni letras que se plasmaran, la magia estaba en el aire impregnando el tabaco. Y si enciendes un Taíno, si tienes suerte, en el humo podrás distinguir las sirenas, los faunos y los hombres alados que cuentan su historia en las hojas de tabaco.