Candil de la Calle

San Fernando, México. 2010-2014

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Pareciera que se ha instalado todo un sistema para recortarnos el espíritu, para convertirnos en tierra fértil de autoritarismos. Y hay una especie de acostumbramiento, que es lo peor que le puede pasar al ser humano: al terrorismo, al genocidio por hambre, a la falta de educación para todo el mundo.

Juan Gelman

(Foto: Especial)

Un 25 de agosto del 2010, agentes de la Marina Armada de México encontraron los cuerpos de 75 personas, en su mayoría hombres, inhumados de forma clandestina en una fosa en el municipio de San Fernando, estado de Tamaulipas.

El descubrimiento, horripilante por todo cuanto se pueda imaginar, pensar y decir alrededor del mismo, nos recordó a tantos los genocidios registrados en la historia, causados por la bestialidad que sobrevive en la esencia de los seres humanos, paradójicamente.

Migrantes mexicanos y extranjeros fueron las víctimas. Paisanos que estaban viajando desde distintos puntos del país y de Centroamérica, con el propósito de cruzar la frontera norte y llegar a los Estados Unidos de Norteamérica, fueron secuestrados con todo y autobuses por los grupos del narcotráfico (los Zetas, en este caso) y posteriormente, tras ser despojados de lo que llevaban, fueron asesinados y sepultados clandestinamente en los terrenos de un rancho.

Familias enteras de migrantes con quienes habían perdido contacto o que ya estaban reportados como desaparecidos —entre ellos, varios grupos de guanajuatenses del norte del estado— viajaron a Tamaulipas. Y la tragedia cobró otro rumbo, porque se comenzó a entender la dimensión alcanzada por los años de la guerra contra el narcotráfico, o la estrategia de seguridad, o el combate al crimen organizado, como quiera que se le haya llamado al infame sexenio de Calderón que tanto dolor y tantas familias despedazadas dejó, de manera literal.

La masacre de San Fernando se presentó como el clímax, la cúspide de un fenómeno social que tocó con saña particular a quienes menos posibilidades de defenderse o de enfrentarlo tenían. Las personas en tránsito, sean connacionales o centroamericanos, que recorren el territorio mexicano para llegar a la frontera norte, son altamente vulnerables por su propósito de ser o pasar como invisibles; por ser transportados en la clandestinidad; porque sus rutas se pusieron en la mira de grupos organizados o delincuentes comunes que vieron en ellas la oportunidad de extorsionar, secuestrar, esclavizar personas o presionar a familiares a depositar sumas de dinero a cambio de dejarlos transitar hasta su destino.

La paradoja continúa. Cuatro años después, en vísperas de este horripilante aniversario, las organizaciones defensoras de los derechos humanos en México y en el mundo recuerdan, repiten, concluyen:

Las condiciones del país no han cambiado con el nuevo gobierno del PRI. La seguridad y la tranquilidad no han sido recobradas. Mucho menos la percepción de muchos ciudadanos de sentirse protegidos, sanos y salvos al interior de sus viviendas.

La justicia no llegó a San Fernando. Este asesinato masivo no ha sido resuelto a cabalidad.

Los migrantes, centroamericanos y mexicanos, siguen siendo presa fácil del crimen, como antes lo eran únicamente (tampoco era menor) de agentes migratorios corruptos o policías federales, estatales o municipales dispuestos a despojarlos de parte o todo el dinero que llevan para pasar a los Estados Unidos.

Y los gobiernos (los del PRI, los del PAN, los del PRD, los del Verde) fingen no verlos.

¿Qué ha pasado en las vidas de las familias de esas víctimas, de esas personas asesinadas y sepultadas en San Fernando? ¿Hijos, esposas, esposos, padres, hermanas? Después de San Fernando, el tema de las fosas (de las narcofosas, como se les bautizó) se convirtió en un asunto frecuente en Coahuila, Veracruz, Zacatecas… hasta volverse cotidiano. Rutinario. Invisible.

Igual que hace 4 años. Como siempre.